miércoles, 19 de enero de 2011

EL HOMBRE PEZ DE LIÉRGANES

J.J.D.R

La pluma, firme y rígida, perfilaba sobre el papel amarillento los caracteres delicados y finos, que aquella mano experta y sabia delineaba con precisión. En un bosque de tinta y pensamientos humanos, el padre Feijoo no dudó por un instante de la veracidad de los hechos acontecidos. Por todo ello, en el volumen de su dilatada obra de pensamientos que dio por titulo “Teatro crítico universal”, tenía decidido incluir historia tan increíble.

De buena mano, hacía tiempo, fue conocedor del extraño caso que a bien tuvieron conocer como del “hombre pez de Liérganes”. Por lo que se adentró en los páramos Cántabros con la intención de revelar cuanta verdad se escondía en dicha historia, o, si por el contrario, se trataba de cuentos populares adornados con un halo de misterio.
Este fraile de la orden de San Benito de Nursia, ensayista nacido en Orense y sabio de condición, recibió de boca de gentes de rango abolengo la garantía de que el caso del hombre pez de Liérganes, constituía por sí mismo un hecho real y sin explicación. Personajes como el Marqués de Valbuena, Gaspar Melchor de la Riba Agüero (ilustre caballero de la orden de Santiago y vecino de Gajano, localidad cercana a Liérganes); así como Dionisio de Rubalcava de Solares, que aseveró conocer y haber tenido trato con Francisco de la Vega Casar, el hombre pez de Liérganes, garantizaron para el fraile la veracidad de aquella historia.
Quizá a sabiendas que no pocas críticas recibiría por incluir en dicho volumen lo acontecido en Liérganes, trababa a conciencia de rememorar la historia, a la vez que su mano se deslizaba cabal del papel amarillento al tintero y viceversa, mientras su mente volaba inconscientemente hacia una pequeña casa de un pequeño pueblo llamado Liérganes.
PADRE FEIJOO
                         

La vida transcurría tranquila en la casa de Francisco de la Vega.
Junto a su esposa María del Casar y sus cuatro hijos, Francisco de la Vega afrontaba la vida en Liérganes, ocupado entre lo cotidiano y lo mundano de los quehaceres diarios, enjaulado en una monotonía sórdida y carente de emoción. Los años pasaban igual que un suspiro de aire exhalado sin sentido, y apenas cuando se quiso dar cuenta, la muerte le visitó un buen día y le arrancó de su tierra cántabra, para quizá, quién sabe, vivir nuevas vidas con mayor intensidad.
Para su esposa María de Casar, el trauma y la desdicha se habían apoderado de su casa y su vida, abandonándola con la pesada carga de cuatro hijos que mantener y con la falta de un marido que velase por el sustento y la seguridad de su hogar. Por todo ello, tomó pasado un tiempo la decisión de enviar a su segundo hijo, de nombre Francisco como su padre, a Bilbao para que aprendiera el oficio de carpintero y así poder ayudar en la manutención de la familia.
Poco se sabe hoy día cómo era Francisco en tales días como aprendiz de carpintero. Poco o nada se sabe de cómo era al nacer, o sí en sus primeros años de niño padeció alguna enfermedad, o estuvo carente de sus facultades intelectuales o físicas. Cuestiones éstas inportantísimas para entender realmente quien fue Francisco de la Vega Casar. Pero sin tener testimonios de lo contrario, es justo decir que debió crecer física y mentalmente sano, pues al conocer los hechos que aventuraron su vida y de la que tantos fueron testigos, cualquier síntoma de anomalía física o mental, habría sido añadida a su biografía como sintomático de su proceder en los años siguientes; secuelas quizás de una enfermedad de la niñez. Pero nada de esto como digo, aparece reflejado ni en testimonios ni en escritos de la época. Por lo tanto Francisco se defendía de la crudeza de la época y de la propia vida trabajando en Bilbao, desarrollándose profesionalmente con normalidad, y en lo personal, había entablado amistad con chavales de su edad con los que gustaba jugar y bajar a la ría a bañarse.
LIÉRGANES
Las condiciones acuáticas de Francisco eran magníficas. Era capaz de aguantar la respiración bajo el agua durante mucho tiempo, y se desplazaba por este medio como sí de un pez se tratase. Era común que entre sus amigos apostasen cuanto tiempo podía Francisco permanecer sumergido en el agua. Les parecía divertido ver al joven zambullirse en las aguas de la ría, y aparecer tiempo después allá donde prácticamente la visión se volvía borrosa y jugaban a ver quien era el primero que lograba localizarle.
A lo lejos después de un largo tiempo, Francisco aparecía en la lejanía y, alzando los brazos, señalaba con júbilo la distancia recorrida para goce y entusiasmo de sus compañeros que se felicitaban asombrados de sus gestas.
Una tarde como era costumbre después de trabajar, los jóvenes quedaron para bajar a bañarse. Aquel día, la víspera de San Juan de 1674, los chavales bajaban riendo y gastándose bromas mientras un sol de justicia les bañaba los cuerpos de sudor, y las ganas de disfrutar de un buen baño que apaciguase los calores les excito sobremanera, bajando a ratos por el camino de arena fina corriendo mientras competían por ver quien era el primero en llegar a la orilla. Nada más llegaron se despojaron las ropas sudorosas y se lanzaron al agua, salpicándose unos a otros y haciéndose aguadillas.
Después de unos primeros minutos de juegos, empezaron a relajarse y comenzaron a alentar a Francisco para que, una vez más, demostrase hasta donde podía llegar sumergiéndose
1674 en Bilbao, aunque su cuerpo jamás fue encontrado. 
El mar dormitaba de amanecida cuando las primeras pequeñas embarcaciones de pescadores comenzaron a faenar en la bahía de Cádiz. Como cada día las pesadas redes se sumergieron en busca del sustento de aquellos señores del mar, que esperaban las aguas del atlántico, un día más, les regalasen buen género para vender en el puerto. Después de una taza de café, cuando el sol se levantaba radiante en el horizonte, la tripulación de un pequeño paquebote divisó algo extraño a escasos metros de la proa. Rápidamente se acercaron en busca de una mejor perspectiva, y quedaron atónitos ante lo que sus ojos contemplaron. Según contaron después, una extraña figura mitad humana mitad pez, dibujaba cabriolas delante de ellos, saltando por entre las olas y sumergiéndose acto seguido en una especie de ritual marino incomprensible pero magnífico para la vista.
Según contaron los pescadores, persiguieron al extraño ser durante un buen rato y tras comprobar que este se las ingeniaba para escapar del acoso, desistieron y abortaron la posible captura. Huelga decir que los marineros fueron la comidilla del puerto cuando contaron el extraño caso, pero sin acobardarse por las chanzas, se encaraban con cualquiera que les tomase por locos o tratase de hacerles entender que lo que decían haber visto, seguramente había sido una mala jugada de la vista, un delfín o algo parecido y, no como ellos aseguraban un hombre pez.
Al día siguiente aquel ser misterioso volvió a emerger de las aguas, para deleitar con sus movimientos a los pescadores. Esta vez fueron varios los barcos que lograron ver a la extraña criatura y, aunque volvieron a intentar capturarlo, como en el día anterior, no tuvieron suerte. Las dudas sobre la veracidad de lo contado por los primeros pescadores que vieron el ser, se despejaron de un plumazo. Muchos fueron los que se disculparon y, ahora sí, en las tabernas del puerto entre chato y chato de vino, de lo único que se hablaba era de la extraña criatura y de cómo proceder para su posterior captura si se volvía a presentar delante de las embarcaciones.
CAPTURA DEL HOMBRE PEZ

        
Una mañana más, los barcos salieron a faenar más precavidos de lo normal, estrechando las distancias unos de otros, formando una enorme barrera de redes y cebos cuyas tripulaciones oteaban con la vista cada rincón del mar azul en busca del ser. Las horas pasaban y la jornada de trabajo llegaba a su fin. Comenzaron a recoger las redes y, mientras los peces caían en la cubierta del barco, muchos de los marinos esperaban que en cualquier momento apareciese en las redes el ser misterioso.
Horas después, mientras los barcos se dirigían de vuelta al embarcadero, uno de los hombres que se encontraba en la popa de uno de los barcos divisó al hombre-pez deslizándose hacía ellos. Inmediatamente se dio la voz de alarma y los pesqueros, en una rápida maniobra, formaron un enorme círculo que dejó atrapado al extraño ser en medio. Poco a poco y mientras las redes fueron de nuevo lanzadas al mar, aquel círculo se fue estrechando más y más sobre la criatura, que ahora sí parecía asustada y se movía nerviosa de un lado para otro. Fue entonces cuando comenzaron a arrojarle pan como cebo, y el ser comenzó a comer con ansia y se fue dejando arrastrar por las redes y llevado hacía la cubierta de uno de los pesqueros.
A medida que el cuerpo se aproximaba al barco, los que desde la cubierta observaban la maniobra enmudecieron rasgándose los ojos, una expresión de asombro incalculable que fue creciendo hasta desembocar en perplejidad, cuando determinaron ya, en la superficie del barco, la morfología inquietante del ser.
De altura considerable y musculatura bien perfilada, se trataba de un joven de pelo rojizo que miraba de un lado a otro sin concentrarse en nada en concreto. Impasible ante la atenta mirada de los que le rodeaban, sentían ante su presencia. Su piel era de un color blanco, cetrino, como el que adquieren los difuntos en la morgue. El pestilente olor que desprendía pronto caló en los comentarios de los pescadores, que comenzaron a utilizar en tono jocoso frases mal sonantes e insultos contra él. Desde la garganta del sireno, así tomaron en llamarle, bajaba una franja espesa de escamas que le cubría gran parte del torso y le llegaba hasta el estómago, siendo igualmente perceptible en la espalda, donde aún con más arraigo, estas escamas adheridas en la piel le cubrían por completo. Las manos eran largas y finas. Sus dedos huesudos terminaban en unas uñas gastadas, casi imperceptibles. La sal del mar había hecho de su piel una costra fina, y en algunas zonas gelatinosas, lo que dio a entender a los pescadores que aquel joven llevaba mucho tiempo en las aguas del mar. Con los ojos enormemente abiertos, medía cada centímetro que le separaba de los hombres, y asustado mostraba su pequeña boca de labios resecos y agrietados, donde resaltaban unos afilados dientes de color indeterminado que, a modo de sutil amenaza, hacía rasgar unos con otros emitiendo un extraño sonido chirriante. Transcurridos unos minutos los pescadores decidieron desenredar al sireno. A pesar de que la postura de este era amenazante, no opuso resistencia alguna, y en breves segundos estuvo despojado de ataduras y libre de movimientos, aunque siempre rodeado de hombres. Un joven corpulento de tez oscura y pelo largo le tendió la mano, ofreciéndole más pan y a la vez un trago de vino. Las risas de los hombres tronaron en la cubierta del barco cuando el extraño ser, asió con fuerza, y con ansia desaforada, el pan y el vino, dando buena cuenta de ello en un abrir y cerrar de ojos, para regocijo de los marinos, que supusieron entre risotadas que no había mejor manera de amansar a las fieras que un buen vino de la tierra.
Llegaron a puerto a media tarde y, como el aire, se propagó la noticia de la extraña captura por toda la localidad. Para mediar entre el gentío que peleaba por ocupar un buen lugar para observar al joven, la autoridad tuvo que emplearse a fondo, consiguiendo al fin poner a buen recaudo al extraño ser, que más asustado que nunca, se vio conducido en un carro hacía unas dependencias seguido de una multitud jadeante que le gritaba horrorosos insultos.
Entre cuatro paredes húmedas y malolientes, el joven se arrinconó en una esquina de la estancia haciendo un ovillo de su cuerpo y metiendo la cabeza entre sus esqueléticas rodillas, quizás, en un intento inútil de escapar de aquella pesadilla.
Viendo el lamentable estado en el que se encontraba, y ante la negativa por parte del extraño ser de responder a las muchas preguntas que se le hacían, determinaron conveniente trasladarlo al convento de San Francisco, disuadidos y temerosos, ante los rumores que ya corrían por la localidad de que el joven estuviese poseído de algún terrible maleficio o incluso endemoniado. Siendo los frailes del convento los más indicados para tratar con la criatura medio hombre medio ser acuático.
Avisados de antemano, los frailes del convento de San Francisco recibieron al huésped con la actitud de quien posee la absoluta clarividencia de la vida. Le impusieron multitud de sortilegios, y multitud de veces le conjuraron de posibles espíritus malignos, además de sufrir duros interrogatorios por parte de Don Domingo de Cantilla, secretario del santo oficio de la inquisición.
Aquel ser apenas se movía. Aletargado y  en un estado de semiinconsciencia, lo único que se percibía de su existencia era un sonido leve y gutural, un pequeño llanto lastimoso, que constantemente aunque difícil de entender, repetía continuamente.
Largo tiempo pasó hasta que los frailes consiguieron identificar el sentido de aquel sonido persistente. Después de acercarse mucho al joven, uno de los frailes consiguió descifrar una palabra, Liérganes. Liérganes, Liérganes.
Aquello era lo que pronunciaba una y otra vez. Aunque en ese momento para los hermanos del convento, Liérganes no significaba nada. Entre pan y vino, pasó varias noches en el convento el sireno.
Una mañana vio su descanso interrumpido de inmediato por la entrada en la sala de varios frailes, entre los que destacaba un joven llamado Juan Rosendo. El joven Rosendo se acercó pausadamente hasta el sireno, y arrodillándose a su lado comenzó a hablarle con voz calmada y apacible.
Le contó que enterado de la palabra que con tanta insistencia repetía, se hallaba en el pueblo trabajando un joven que identificó Liérganes con una localidad cercana a su lugar de nacimiento. Sorprendidos por la casualidad, se investigó por parte de Don Domingo de Cantolla la veracidad de la existencia de esta localidad. Por parte de éste se confirmó Liérganes como lugar perteneciente al arzobispado de Burgos, y situada en Santander, e incluso preguntó, si en los últimos años, se recordaba algún caso extraño que pudiese relacionar a Liérganes con el joven. La única respuesta que les alertó de una posible vinculación, fue la desaparición de un muchacho llamado Francisco de la Vega Casar, que cinco años atrás marchó a Bilbao y desapareció en la ría de esta ciudad, dándosele por ahogado.
Éste hecho llenó de curiosidad a Juan Rosendo, que pidió permiso para llevar al joven a Liérganes con la intención de investigar si existía alguna posibilidad de que se tratase de la misma persona.
Mientras Juan Rosendo seguía relatando los acontecimientos y sus intenciones, miraba fijamente a los ojos del ser en busca de algún indicio de cordura o algún gesto que le aventurase una posibilidad de éxito en la empresa que iba a comenzar. Pero por todo esfuerzo realizado solo sacó en claro que el joven extraño ansiaba de comer a todas horas.
LIÉRGANES

Muy de mañana emprendieron el largo viaje. Horas y horas de camino se fueron consumiendo en una letanía soporífera en la que Juan Rosendo no cesó de preguntar miles de cuestiones al joven, sin que en ningún momento, consiguiera rascarle una respuesta o un gesto al extraño muchacho. Después de varios días por fin se aproximaron a la localidad de Liérganes, y llegados a una gran dehesa, a un kilómetro del pueblo, Juan Rosendo decidió poner a prueba al sireno haciéndole entender que desde allí seguiría solo, con la intención de averiguar si conocía el camino.
Rápidamente comprendió que el extraño individuo caminaba con conocimiento del terreno que pisaba, y a cierta distancia le siguió hasta que este entró en el pueblo. Sin dilación alguna se dirigió hacia una humilde casa, y cuando estuvo delante de la puerta, se paró sin hacer ni decir nada. Cuando Juan Rosendo llegó hasta él, le preguntó si aquella era su casa, si él vivía allí, pero no respondió. Juan Rosendo llamó a la puerta y al instante apareció una señora de mediana edad, que sorprendida por el atuendo del fraile y la compañía que llevaba, preguntó que deseaban con cierto recelo.
Juan Rosendo comenzó a narrar los hechos acontecidos. A medida que el fraile deshilvanaba su historia, la mujer comenzó a observar al joven que lo acompañaba dando vueltas alrededor de él buscando algo que le fuese familiar. Después de unos instantes la mujer se echó a llorar amargamente mientras vociferaba, mi hijo, mi hijo ha vuelto. Juan Rosendo no cabía en su asombro, y preguntaba insistentemente a la mujer si estaba segura de lo que decía. Por un momento desapareció la mujer dentro de la casa y apareció seguida de un joven que al igual que la madre, confirmó que el muchacho era Francisco de la Vega Casar, su hermano desaparecido en la ría de Bilbao hacía cinco años.
La perplejidad más absoluta se dibujó en el rostro del fraile. ¿Cómo era posible que aquel muchacho, desaparecido en las aguas de la ría de Bilbao, hubiese aparecido en las aguas del océano atlántico cinco años después? La confusión se adueñó de la mente abierta del fraile, y por momentos, su cabeza incapaz de asimilarlo quería escapar de su cuerpo y correr hacia la fuente del pueblo para sumergirse en el agua helada.
Después de varios días en Liérganes, Juan Rosendo decidió marcharse de nuevo al convento. Durante su estancia en el pueblo, intentó acceder a la mente de Francisco con la esperanza de acceder a los entresijos de aquella conciencia atormentada y poder entender lo sucedido.
Pero la mente de Francisco de la Vega Casar estuvo vetada para el fraile en todo momento, y no solo para al fraile, sino para todo el mundo que se le arrimaba. Marchó el fraile hacia su convento en Cádiz con la sensación de que jamás creerían la historia, con su mente hirviendo de confusión y dudas, su cuerpo cansado, y su espíritu herido y maltrecho, incapaz de razonar lo que era irracional, y embebido de la experiencia más extraña que jamás hubiese imaginado.
Francisco de la Vega Casar salió de Liérganes hacía Bilbao, con la ilusión de ayudar a su familia y aprender el oficio de carpintero. Francisco de la Vega Casar volvió a Liérganes, años después, sin reconocerse ni él mismo, sin saber a qué mundo pertenecía. Enseguida fue tildado de loco, humillado, avergonzado por todo el pueblo. Apenas su madre y sus hermanos conseguían darle algo de cariño y consuelo. Nunca volvió a sonreír, no articulaba palabra alguna, excepto cuando abría la boca para pedir tabaco, pan y vino. Quizás las únicas palabras que lograba entender, o quién sabe, las únicas que quería pronunciar.

Lograba acudir a los recados que se le encargaban con absoluta disciplina pero sin emitir ningún gesto, ya fuese a favor o en contra, era como un muñeco absurdo, como un ente físico pero a la vez inanimado que parecía no sentir ni padecer. Algunas veces la gente del pueblo lo veía caminar solo y desnudo, como su madre le trajo aL mundo, hasta que algún vecino le ofrecía algo que ponerse, y él sumiso y obediente, aceptaba la ropa y se vestía.
Sólo cuando se sumergía en el agua, Francisco parecía que revivía. Nacía de nuevo cuando el agua le cubría el cuerpo. Danzaba por el agua como si de un pez se tratase, nadando a gran velocidad, y aún más rápido si buceaba por un tiempo indefinido. Sólo en tales momentos parecía ser feliz. En aquel medio no necesitaba de nada ni de nadie, era como si realmente sintiese que pertenecía al mar.
Nueve años después de su aparición junto al fraile, Francisco se había convertido definitivamente en el loco del pueblo. Incluso gentes de otras localidades cercanas habían acudido a ver, incitadas por la curiosidad del relato que alrededor del hombre contaban, al hombre pez de Liérganes, encontrándose con un ajado Francisco por todos tomado por loco.
ESTATUA DEL HOMBRE PEZ

Hasta que un buen día desapareció.
Sí, desapareció. Se zambulló una mañana de no sé que mes en las frías aguas Cántabras, quedándo para los que le vieron marchar, la sensación de que al fin Francisco de la Vega Casar sonreía mientras se sumergía para no volver nunca más.






El padre Feijoo depositó la pluma en el tintero, y por un momento, se quedó pensativo dibujando en su mente la imagen de Francisco de la Vega Casar llamado el hombre pez de Liérganes, alejándose mar adentro.
Cerró el pesado libro, y tras apagar la menguada vela, se tendió sobre la cama bajo la penumbra de la habitación. Para la mente deL humanista, versado en las lindes de la ciencia y la filosofía, de la racionalidad del ser humano, la moral y la ética, aquella historia no cabía en los códigos de la lógica elemental a los que estaba acostumbrado.
Pero dudar de la palabra de los que bien sabía, habían contado el relato  conocedores de los hechos en primera persona, tratándose como eran de gente de rango abolengo e incuestionable honorabilidad, merecía muy a su pesar, toda la credibilidad posible.
Cansado y aturdido cerró los ojos y se quedó dormido al instante.
Dos siglos después, el eminente Dr. Marañón, recaló en los escritos del padre Feijoo, he interesado por lo llamativo del caso, profundizó con entusiasmo en el relato en busca, cómo no, de una posible explicación científica.
TRATADO DE GREGORIO MARAÑÓN                                             
Así vio la luz su ensayo que bajo el título “Las ideas biológicas del padre Feijoo”, subrayaba las enormes posibilidades de que el sujeto conocido como Francisco de la Vega Casar sufriese varios trastornos clínicos.
Según el Dr. Marañón, el sujeto padecería un desequilibrio en la glándula tiroidea llamado clínicamente cretinismo. El cual habría causado en Francisco de la Vega Casar, un desequilibrio en el crecimiento físico y mental, lo que en realidad, cuadraría a la perfección con las referencias dadas por los testigos de la época sobre el comportamiento extraño y extravagante de Francisco después de volver a Liérganes. A parte, también argumentó con detalle que, las personas que padecen cretinismo tienden a desarrollar una capacidad pulmonar extraordinaria, siendo esta también una de las características que sobresalían en Francisco. Además, al hecho corroborado de la aparición de escamas en el cuerpo del personaje de esta historia cuando es capturado en Cádiz, según el eminente científico y afamado doctor, se debería a la ictiosis, enfermedad cutánea que deriva en una sequedad de la piel que hace que ésta se vuelva escamosa como la de un pez.

Feijoo y Marañón, dos cerebros en épocas lejanas entre sí, debatieron en tan diferentes épocas sobre Francisco de la Vega Casar, sobre su historia y su vida. La verdad es que apenas podemos saber si este personaje llamado por todos el hombre pez de Liérganes, existió realmente o no. Aunque hoy día, hay quien ha llegado a asegurar que ha encontrado su acta de defunción-, lo que sucede, a veces para deleite de muchos, es que las historia más extrañas y enigmáticas son las que perduran por siempre a través del tiempo, nos gusten o no.



                 

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