martes, 18 de enero de 2011

ACCIDENTE EN SOMOSIERRA

J.J.D.R
Aquella tarde de junio todo estaba preparado. Hacía calor, y mientras Andrés Martínez terminaba de poner a punto el camión, su esposa Carmen preparaba unos bocadillos para el viaje. Alrededor de las siete de la tarde, Andrés subía a la cabina de su Volvo F-12 y encendía el motor que comenzó a rugir y a expulsar un humo negro intenso. Tras la cabina, una enorme cisterna que contenía 20.000 litros de ácido sulfúrico –oleum, descansaban sobre el asfalto enganchada a la poderosa cabina del camión.

VOLVO F12
                                       
Carmen atendiendo al rugir del motor, comenzó a llamar a su hijo Juan Pedro, que a sus diez años, lograba como recompensa a sus buenas notas en el colegio, acompañar a sus padres en aquel viaje. Su ilusión había sido siempre ver de cerca las vacas pastando en el prado, y su padre aprovechando el trayecto que le llevaría hasta Bilbao dónde entregaría la carga de ácido en una empresa de actividades petroquímicas, concluyó que sería bueno para el pequeño distraerle con la vista de los prados de Vizcaya.
Juan Pedro, sin dilación, subió a la cabina del camión y sonriendo comenzó a trastear con el sillón neumático del conductor. Pocos segundos después, Andrés se ponía al volante del Volvo y acompañado de su familia emprendía el viaje hacía tierras norteñas.
En la tarde del 24 de junio de 1986, salieron del pueblo murciano de Los Cánovas pasadas las siete de la tarde, esperando atajar el calor lo antes posible con la pronta llegada de la noche, y así evitar en la medida de lo posible la canícula de dichas fechas.
Andrés conducía desde hacía muchos años. Era un profesional del volante con miles de horas sobre el asfalto de toda la península. Conocía a la perfección la máquina que manejaba y la peligrosa carga que transportaba.
Su velocidad era constante, y mientras el pie en el acelerador se hundía con sutil destreza, conversaba con su esposa y su hijo sobre cuestiones mundanas.
La carretera se fue convirtiendo en monótono paisaje. Pasadas algunas horas de viaje, decidieron hacer la primera parada. Cuando el cartel indicaba la proximidad de Cieza, un desvío les condujo hacia una estación de servicio en la localidad de Venta del Olivo dónde, después de estirar las piernas y llenar el depósito de combustible, volvieron a emprender la marcha.


ANDRÉS, CARMEN Y JUAN PEDRO

La noche les fue envolviendo sin apenas llegar a darse cuenta, refrescando el aire que a través de las ventanas entraba en la cabina del camión. El cansancio hizo mella en el pequeño Juan Pedro que, colmado por la ilusión del viaje, dormía despreocupado con una mueca de satisfacción en su cara. El sueño quería rendir a Carmen, pero ella luchaba con todas sus fuerzas para no sucumbir al sopor, a sabiendas de que a su marido, acostumbrado a pasar muchas horas conduciendo, le vendría bien conversar para mantener alejado el cansancio de los ojos de su esposo.
Acompasados por el continuo ruido del motor del camión, cerca de las doce y cuarto de la madrugada, llegaron a Las Pedroñeras (provincia de Cuenca), dónde Andrés decidió parar de nuevo para descansar un rato. Cuando el sonido del motor dejó de emitir su profundo eco, Juan Pedro se despertó, extrañado de que el incansable zumbido ya no le acompañase en sus sueños. Se desperezó y los tres se bajaron del camión para estirar las piernas. Andrés cruzó algunas palabras con el empleado de la gasolinera mientras volvía a repostar combustible. Después, el cabeza de familia, ahora sí cansado de verdad, comunicó a los suyos que necesitaba dormir un rato, y dicho y echo, subió a la cabina y se tumbó a descansar. A Juan Pedro aquello no le divirtió, y como se encontraba despierto, trasteó junto al camión siempre bajo la atenta mirada de su madre.
Cuando hubo pasado un rato Andrés se incorporó, y el empleado de la gasolinera fue testigo de cómo el Volvo cisterna abandonaba la estación de servicio y enfilaba la nacional 301 camino de Madrid.
La cerrada noche se abría paso ante aquel camión que, kilómetro a kilómetro, desgastaba goma rumbo a la capital.
Juan Pedro miraba a través de la ventanilla y veía como la espesa noche dejaba paso en el cielo a un escenario de colores pasteles, indicadores de un amanecer próximo.
Con la llegada de los carteles que anunciaban la proximidad del puerto de Somosierra, Andrés decidió que era hora de dar placer al estómago y deleitarse con una buena taza de café. Tanto su mujer como su hijo se felicitaron por la noticia, y después de estacionar el camión, pararon en el mesón Aragón (término de Cabanillas) ya en el puerto de Somosierra.
Felipe Alambra, un joven amable que trabajaba en el mesón, sirvió dos cafés para el matrimonio y un vaso de leche para el pequeño Juan Pedro, que acompañó de una deliciosa mayonesa, de la que el muchacho no tardó en dar buena cuenta. Las sensaciones nuevas abren el apetito, y Juan Pedro es de buen comer.
Cuando terminaron el refrigerio, de nuevo emprendieron la marcha, y el joven Felipe Alambra es testigo a través de la mampara del establecimiento, cómo el camión cisterna se aleja con los tres componentes de la familia dentro de la cabina.
Comienzan a ascender el puerto. Las marchas cortas sacan el máximo rendimiento al motor del Volvo que ruge con furia mientras asciende por la sinuosa carretera, que a un lado y a otro, aparece recubierta de grandes árboles y mucha vegetación.
Hasta aquí, éste idílico pasaje de un viaje rutinario, no tuvo que pasar a la historia jamás. Se hubo de quedar así, en una anécdota en la vida de aquella familia normal, un recuerdo para contar en años venideros.
La historia de éste viaje tendría que haber acabado con el sueño cumplido del niño viendo pastar las vacas en los prados de Vizcaya. Creciendo y convirtiéndose en un hombre adulto y feliz que disfrutaría de la vida. Al igual que sus padres, que hubiesen envejecido viendo crecer a su hijo, y quizá a sus nietos, felices de haber sacrificado años de esfuerzo y trabajo en busca de la felicidad.
Pero no fue así. Desgraciadamente, en la madrugada del 26 de junio de 1986, el Volvo F-12 que conducía Andrés Martínez se salía derrapando a 140 kilómetros por hora y se estrellaba contra otro vehículo de gran tonelaje, para acto seguido, estrellarse contra un árbol. La catástrofe estaba servida. Los 20.000 litros de ácido sulfúrico que transportaba el camión, se vierten en el accidente desparramándose por el asfalto de la carretera. El siniestro es espectacular.  Se ven implicados hasta cinco vehículos que advierten enseguida del desastre a las autoridades y equipos de emergencias. El caos es total en los parajes de la sierra de Madrid. Los vehículos comienzan a formar un atasco que llegará a los nueve kilómetros.
PORTADA EN LOS PERIÓDICOS

Rafael Noja es jefe de los servicios de protección civil de la comunidad de Madrid, y el primero en llegar al lugar del siniestro. Rápidamente valora la situación y se encarga de organizar en la medida que puede, el desconcierto que se ha generado.
Los bomberos hacen acto de presencia de inmediato. Dado el carácter sumamente peligroso de la carga que contiene la cisterna, se procede a evacuar a los testigos y a los curiosos que, en gran número, se agolpan en las inmediaciones, para acto seguido tomar las medidas oportunas para que, dada la proximidad de afluentes del río Duratón, el vertido no llegue al río y no se añada al accidente un desastre ecológico de grandes dimensiones.
En tales faenas andan los bomberos, a la vez que intentan sofocar el fuego que ha envuelto la cabina del camión de Andrés. Cuando al final logran extinguirlo, comprueban que tanto Andrés como Carmen se encuentran dentro de la cabina muertos.
Los periódicos de todo el país abren sus portadas con las fotos del accidente en primera plana. Los equipos de extinción de incendios y los de actuación medioambiental, trabajan en el vertido de ácido, mientras la guardia civil y la policía investigan el accidente interrogando a los implicados y testigos de lo ocurrido.
Juan García Torres es el juez de paz de la localidad de Somosierra. Al personarse en el lugar del accidente, comprobó que el desastre era de grandes proporciones. Observó como los neumáticos del Volvo habían dibujado en el asfalto la trayectoria en zigzagueo que condujo mortalmente la cabina del camión hasta un gran árbol.
Los cadáveres del matrimonio yacían cubiertos con una sábana en la carretera. La sangre se diluía con el agua vertida por los bomberos, y un olor desagradable comenzaba a azotar la zona. Percatados de esta eventualidad, los equipos de emergencias se dieron cuenta de que una nube tóxica emergía del asfalto, producida por el ácido mezclado con el agua y el rocío de la mañana.
Comenzaron a protegerse con máscaras de gas y siguieron trabajando en el vertido. Para tal efecto se recurre a 15.000 kilos de cal viva, que se esparcen por la zona afectada evitando que el fluido letal llegue al río.
Es mucha la gente que se aproxima al lugar del siniestro. La guardia civil mantiene un perímetro de seguridad, y apenas son algunos vehículos autorizados los que tienen permiso para acceder al lugar del siniestro. Éste es el caso de un coche que se acerca al control policial. En seguida le indican a su conductor que puede pasar, y se aproxima despacio con las luces encendidas. Del vehículo se bajan dos personas mayores, un hombre y una mujer, que denotan la agonía y el sufrimiento en sus rostros.

Son acompañados por varios agentes, incluso uno de ellos ofrece su brazo a la mujer que, entre lágrimas, parece desconcertada. Cuando se unen a ellos un grupo de agentes responsables de la investigación, se escuchan murmullos y el llanto de la mujer se entrecorta mientras pronuncia un nombre, una y otra vez... Juan Pedro, Juan Pedro...
                             
Enseguida el grupo que habla con las dos personas recién llegadas se pone en marcha, mientras sus caras reflejan angustia y desconcierto. Las dos personas mayores son los padres de Andrés Martínez que, tras conocer el desenlace fatídico con el fallecimiento en el accidente de su hijo y de su nuera, preguntan sin descanso por su nieto Juan Pedro.
Inmediatamente las autoridades que investigan el caso se ponen a trabajar en la búsqueda del pequeño. La noticia estremece y conmociona a todo el mundo. Nadie podía imaginar que dentro de la cabina del Volvo F-12 viajara Juan Pedro con sus padres. Nadie de los presentes podía calcular los extraños derroteros que podía tomar la investigación, si no se confirmaba de inmediato que el cuerpo del pequeño se encontraba en los alrededores del accidente, hecho bastante difícil, pues el perímetro de seguridad habilitado era demasiado grande como para que el cuerpo del pequeño hubiese pasado inadvertido.
Se puso todo el mundo a trabajar de inmediato. Los servicios sanitarios arroparon a los abuelos intentando por todos los medios, mitigar en la medida de lo posible los momentos de desesperación  y angustia.
Se comenzó a sobrevolar la zona en busca de algún indicio. Las patrullas de la guardia civil recorrieron la zona de la sierra en busca de nuevas pruebas. La prensa se hizo eco de la nueva dimensión que tomaba el suceso, y las especulaciones y rumores sobre el paradero del niño Juan Pedro Martínez, colmaron de tinta las páginas de todos los periódicos españoles.


                                    
Se comenzó a investigar sobre los posibles sitios donde la familia hubiera podido parar, desde que comenzó su viaje en la localidad de Los Canovas, hasta las inmediaciones de la sierra de Madrid. Después de hechas las averiguaciones, teniendo en cuenta lo descrito por los testigos que, en uno y otro sitio, verificaron haber visto y atendido a la familia, y ateniéndose a que el último lugar donde pararon antes del accidente fue en el mesón Aragón; donde Felipe Alambra aseguró que el pequeño viajaba en la cabina del camión; se llegó a concluir que el pequeño tuvo que bajar del vehículo entre su última parada y el momento del accidente.
En el lugar de los hechos no había pelos, ni rastro alguno del pequeño. Incluso se llegó a comentar que el muchacho, podía haber sido literalmente consumido por el ácido que transportaba el camión cisterna. Esta noticia fue tomada como única posibilidad al no contar con los restos del niño, apareciendo en los medios de comunicación.
Pero más tarde se confirmaría que ésta hipótesis era improbable y altamente imposible de producirse. Investigadores químicos, aseveraron que el ácido sulfúrico-oleum que transportaba la cisterna, era de una pureza elevada, pero no obstante, y, aún a sabiendas del poder corrosivo de esta sustancia, la eliminación de un cuerpo en un lapso de tiempo tan reducido era improbable. Constataron además que, aunque era cierto que cabía la posibilidad de que se hubiese producido una balsa de ácido, a causa de los amasijos de hierro tras la colisión, en la cual desgraciadamente se hubiese sumergido el cuerpo del pequeño, el ácido hubiera devorado el cuerpo en su totalidad, pero siempre, y digo siempre, quedaría algún rastro de huesos y otras evidencias físicas como los dientes, que no sucumben de igual manera a la erosión de esta sustancia mortífera.
En el lugar del siniestro no había ni rastro del niño. Tan solo una zapatilla, que se ajustaba al número que usaba el muchacho, apareció después en la cabina del camión.
Todo era muy extraño. Pero todo se enrarecería aún más tras los testimonios de algunas personas que estuvieron minutos después del accidente en el lugar de los hechos.
Varios testigos aseguraron ver, justo después de haberse producido el accidente, cómo una pareja de adultos de gran envergadura, se bajaban de una furgoneta Nissan Vannete y se encaminaron hacia los restos del camión. Los testigos indicaron a los agentes que les llamó mucho la atención que llevasen batas blancas y largas. Acto seguido, continuaron narrando, tras coger un bulto que llevaron en brazos, se esfumaron del lugar de los hechos. Otro testimonio concluía con la observación de una furgoneta blanca, que en la subida al puerto de Somosierra, circulaba a gran velocidad precedido de un camión que igualmente excedía los límites permitidos.
Cuándo se determinó el análisis del tacógrafo del camión, se pudo verificar que en los últimos kilómetros recorridos, el volvo F-12 había realizado al menos doce paradas, y que había alcanzado una velocidad de 140 kilómetros por hora en el trayecto de bajada del puerto.
¿Qué pudo ocurrir en esos últimos metros de aquella carretera, para que Andrés parase tantas veces?, Si era cierto el testimonio que indicaba la acción de una furgoneta blanca en la escena del accidente, ¿Qué ocurrió para que ambos vehículos circulasen a altas velocidades en un lugar tan peligroso, y a sabiendas del riesgo que conllevaba la carga que transportaba el camión en su cisterna?
Desde luego, la evidencia de que el camión estuvo circulando a tan alta velocidad, si evidenciaba algo, es el hecho de que algo fuera de lo común pasó en la carretera. Un camión de gran tonelaje, que además transportaba una carga extremadamente peligrosa, conducido por un profesional con muchos años de oficio y que viajaba con lo más preciado para él como era su familia; no arriesgaría su vida y la de sus seres queridos por el simple hecho de pisar a fondo el acelerador.
Es fácil conjeturar y sacar a relucir el ingenio para intentar dilucidar que aconteció aquel 25 de junio de 1986. Así ocurrió en las fechas del trágico accidente, y así, aún hoy día, el suceso que la INTERPOL calificó cómo,- el más extraño de los acontecidos en toda Europa-, sigue formulando hipótesis de todo tipo.
Se dijo que la familia estaba metida en tráfico de drogas. Que se dedicaban al contrabando, y que todo fue un ajuste de cuentas. Se especuló con la posibilidad de que los conductores de la extraña furgoneta habían raptado al niño, y de ahí la desesperación de los padres por neutralizar al vehículo circulando tan rápido y con el desgraciado desenlace. También se dijo que, tras el accidente, al niño se lo llevaron en aquella furgoneta raptado, quizá como mercancía sexual o para el tráfico de órganos.
Los carteles con la foto de Juan Pedro se repartieron por muchos municipios, y durante algún tiempo, las fuerzas del orden recibieron llamadas de testigos que aseguraban haber visto a Juan Pedro en distintos lugares de España, pero siempre carecían dichos testimonios de fundamento y garantías de veracidad.
Con la pena de no haber resuelto la misteriosa desaparición del niño Juan Pedro, se decidió cerrar el caso y darlo por desaparecido en circunstancias anómalas y misteriosas. Hoy día son sus abuelos los que, de vez en cuando, a través de algún medio de comunicación al llegar el aniversario de aquel terrible suceso, nos estremecen con el testimonio desgarrador de la ignorancia ante lo ocurrido y el desconocimiento absoluto de qué pasó con su nieto.
JUAN PEDRO MARTÍNEZ

Mucho me temo que, al igual que en miles de casos acontecidos a lo largo de la historia, el suceso de la sierra madrileña quedará inmune al conocimiento de la gente. Seguiremos escribiendo páginas y relatando los hechos, una y otra vez, por siempre. Y aunque jamás se sepa la verdad de lo que ocurrió, al menos la memoria de Juan Pedro siempre estará viva en nuestros recuerdos.
Las laderas de la sierra madrileña serían los únicos testigos de lo acontecido esa noche. En el asfalto de aquellas curvas sinuosas, quedará por siempre grabado junto a los estremecedores frenazos que rasgaron el pavimento, la verdad perpetua de Juan Pedro Martínez, “el niño de Somosierra”.


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