SIGUE MI SENDERO

lunes, 31 de enero de 2011

NAZAEL (Historia de un Albino)


                            

                      

ÁNGEL DE LAS PATERAS

 J.J.D.R 
Soy un negro en un cuerpo de blanco. No es una contradicción.
La ciencia y los médicos me llaman albino, pero en mi tierra soy un Zeru, un fantasma para mi pueblo suahili, y los que me vieron nacer no cesarán hasta convertir mi sangre y mi cuerpo en muti, brebaje con el cual, según dicen, podrán adquirir las facultades mágicas que mi cuerpo posee; y beberán de ese brebaje hasta saciarse con mi sangre, gracias a las pócimas que los brujos elaborarán con los miembros de mi cuerpo.
Ser un negro en un cuerpo de blanco, como se entenderá, no es fácil en mi tierra. Cuando nací, mi madre quedó descorazonada al contemplar mi cuerpo blanquecino.
El que me engendró, según me contó mi madre, trató incluso de matarla, pues creía que ella había mantenido relaciones sexuales con un blanco.
Mi madre logró huir, y se mantuvo alejada del poblado durante el tiempo suficiente, hasta que el hombre que me engendró, calmó su enojo soliviantado por el hechicero de la tribu, que pregonaba y atemorizaba al resto del poblado augurando malos presagios con mi llegada al mundo.
Decía que los demonios estaban en mí cuerpo y sólo tras mí muerte, los espíritus malignos se transformarían en espíritus favorables que atraerían la fortuna y la fertilidad a la tribu.
Sabiendo tales intenciones sobre mí pequeña presencia en éste mundo, hoy día, alabo con gusto la decisión que mi madre adoptó negándose a ofrecerme para tales fines.
De hecho, sé, que no fue nada fácil para mi gentil madre, pasar ni un sólo día desde mí nacimiento en aquella tierra fértil, a la vez que estéril, ocultando mí presencia diaria a los ojos de la gente y admitiendo que ella misma se había desecho de un niño endemoniado enviado por los dioses..
Mí madre fue una gran mujer. Si se pudiese medir la capacidad de entregar cariño, hubiese sido estadista del amor.
Cada día se levantaba de madrugada, y me cogía en brazos para darme el amor que durante el resto del día tendría que negarme. Creo que en mí subconsciente albino, siento, aún hoy día, sus manos calientes acariciando mi rostro, mientras en mis labios el sabor de la leche que sus senos me regalaron, aún me alimenta a pesar de los años transcurridos.
Desterrada del poblado, vivió aislada durante mucho tiempo.
Pese a la distancia que tuvo que marcar, como frontera junto al poblado, recibía asiduamente la visita del hombre que me engendró, y, tras arrojarla literalmente algo de comida en el suelo de la chabola, la obligaba a tenderse en el frío camastro de paja, para, acto seguido, abusar de su cuerpo con la rabia del violador y el miedo del asesino.
Después se marchaba.
Mí madre quedaba encogida de dolor. Su llanto jamás tuvo consuelo. Sola lavó sus heridas y sola secó la saliva que el monstruo dejaba en su cuerpo.
Pero a pesar de su coraje y su valentía, jamás se pudo quitar el olor que la envolvía, el olor a odio y desconsideración que residía en su cuerpo, y que como una segunda piel, atormentaba su alma hasta la locura.
Aún peor resultaba cuando la visitaban otros hombres del poblado.
A veces llegaban cobijando sus miserables intenciones, amparadas bajo la oscuridad de la noche. Solían llegar en pareja, pero una vez, recuerdo haber visto desde mi escondite hasta tres hombres que, colmados de violencia y alcohol, se desahogaron con golpes y abusos carnales con mi pobre madre.
Ése era el pacto. Tal tributo, fue el que tuvo que pagar mi madre a cambio de regalarme la oportunidad de vivir.
Aceptando esa premisa de esclavitud y dolor, mi madre podía adquirir algunos víveres en el pueblo. Podía caminar por los senderos que llevaban a los manantiales, donde se recogía el agua y era transitado por las mujeres del poblado, evitando con ello caminar por medio de las tierras descubiertas, en la que fieras y bandidos acechaban día y noche y un cadáver no era más que pasto de gusanos y alimañas.
Desde el día que nací, jamás ninguna mujer le dirigió la palabra. Consideraban que era una doncella del mismo diablo. Mujer que yacía en las noches de luna llena con los espíritus, una degenerada que, por castigo, obtuvo el engaño de un oscuro espíritu blanco disfrazado de hombre negro, que hizo que engendrara y pariera un bastardo tiznado al que consideraban un fantasma, presagio de males y desgracias mientras siguiese vivo.
La luz nacía cada mañana y me regalaba una nueva esperanza de vivir.
Muchas mañanas hicieron de mí un joven de pequeña estatura enclenque y enfermo. Pues no recuerdo ni un solo día de mi triste infancia, en el cual no padeciese algún dolor físico.
A pesar de mi condición débil, fácil víctima de mi propia naturaleza, en un entorno tan hostil, los dioses tenían pensado algún destino, a priori, más alentador que la simple muerte en un poblado de centro África.
Pese a las muchas enfermedades que padecí de pequeño, la naturaleza parecía haberme dotado del carácter necesario para subsistir en tierra tan desgarradora, y de algo aún más importante, una inteligencia por encima de lo habitual, entendiendo desde muy pequeño cada una de las enseñanzas que mi madre arañaba de su pobre entorno, y que después me regalaba, con su característica sonrisa, amplia y hermosa, siempre dulce y acogedora.
Pero a la vez que mi cuerpo crecía y se contorsionaba buscando la plenitud fuera de mi crisálida de pubertad, transitando entre los estados corporales de niño a adulto, mi madre saltaba al vacío en busca de la muerte inexorablemente.
Sus ojos se hundieron en la piel de la que fue una linda cara. Sus manos retorcidas por la artritis, reflejaban la viva imagen de una anciana. A pesar de su corta edad, su rostro, dibujaba la singladura de doce vidas pasadas, la energía muerta de su sonrisa se diluía en la podredumbre de su espíritu que, como enajenado por el dolor sufrido, parecía desear escapar de su cuerpo difamado y atormentado.
Tan solo su mirada, que, como un faro alumbró mi vida, no cambió nunca mientras vivió. Con su mirada me reflejaba su estado de ánimo y su pensamiento, incluso sabía expresar a través de sus pupilas las respuestas a muchas de mis preguntas sin inmutarse en paladear palabra alguna.
Pero una noche de verano, el vacío al que se lanzó desde el día en que nací, se reclinó a sus pies sin avisarla y sin avisarme a mí.
Recuerdo que una extraña luz le iluminaba el rostro esa noche.
Sentada al borde de camastro de paja, me llamó. Aquella noche de verano oí por vez primera mi nombre. Ése que supuestamente recibe cada ser humano el primer día de su existencia. Ésa consigna que, como una impronta, deja grabado nuestro paso por esta vida bajo un seudónimo, una clave, un código, un enlace con la eternidad que nos ancla a este mundo para siempre.
Mi nombre era Nazael.
No sabré jamás de donde sacó ese nombre. Pero después de dieciocho años atendiendo cualquier gesto o ademán que ella me hiciera, acudí al lado del camastro aturdido y desorientado, pero a la vez feliz de saber que Nazael era el nombre que me correspondía por derecho.
Cuando estuve a su lado me cogió la mano y me sonrió. Después de mirarme - como sólo una madre sabe mirar a un hijo amado-, tras unos segundos, repitió mi nombre tres veces, dulcemente, saboreando cada sílaba al pronunciarlas, hasta que lentamente, cerró los ojos para siempre.
Su salto al vacío había concluido. Su muerte, la reconciliaba de una vida de horror y heridas, y su cuerpo, el cual agarré entre mis brazos y abracé con fuerza, comenzó a emanar un olor nunca antes sentido, mezcla de flores y especias exóticas que aún hoy día, perdura en mí como la fragancia perfecta.
Por fin, pensé, logró evadir y arrancar de su cuerpo esa segunda piel de tormento y putrefacción que tanto la atormentó en vida.
Al fin, pienso hoy día, escapó de las llamas del infierno que fue su asquerosa vida.

De repente, en el umbral de la choza, aparecieron dos cuerpos enormes y semidesnudos. Gritaban mientras escupían al suelo y con gesto amenazador se dirigían hacía mí.
El terror invadió todo mi ser. Como pude, dejé el cuerpo sin vida de mi madre en el suelo, justo antes de que el primero de los dos monstruos consiguiese alejarme de ella con una enérgica patada.
Sentí que aquel golpe en mi pecho me traspasaba el alma. El impacto fue tan brutal que me tumbó hacía atrás y el aire se negó a entrar en mis pulmones.
Mientras me retorcía en el suelo intentando atrapar algo de oxígeno que me devolviese la vida, observé como con la suela de sus botas voltearon el cuerpo de mi madre y comprobaron que su cuerpo inerte no respiraba.
Esa noche no les daría el placer que buscaban... pensé.
Enseguida entendí que me quedaba el tiempo justo para poder aliviar mis pulmones doloridos y salir corriendo.
Los dos encolerizados hombres, fijaron sus oscuros e inanimados ojos en mí, mientras en sus rostros se dibujaba una sonrisa terrorífica. Ambos seres giraron sus talones hacia el rincón donde yacía agazapado. Sus brazos eran enormes, llenos de músculos capaces de moler cada uno de mis endebles huesos apenas sin esfuerzo. Uno de ellos, el que parecía llevar la voz cantante, se acercó hacia mí y me escupió en el rostro. Acto seguido, me ordenó que bajo ningún concepto le mirase a la cara.
Yo era un fantasma, un miserable zeru. No consentirían que mis ojos hechizasen y devorasen su alma para después arrastrarla al inframundo de los espíritus como yo.
Con sus enormes manos me golpeó con tal furia y destreza que mi cabeza, por momentos, pareció desprenderse de mi cuello. Noté cómo de mis oídos y mi boca comenzó a emanar gran cantidad de sangre. Después de caer de nuevo de espaldas sobre el suelo, perdí totalmente la orientación, y sin apenas conocimiento, comencé a recibir los puñetazos y las patadas con la resignación de saber que la guadaña de la muerte rondaba mi cabeza.
Aún hoy día no comprendo como no perdí la conciencia. Hubiese preferido morir a golpes esa noche que presenciar el acto más ruin y mísero que puede acometer un ser humano.
Los dos monstruos pensaron que habían acabado con mi vida y, mientras planeaban llevarme al poblado para despedazarme y comerme, se volvieron entre risas y con las manos ensangrentadas hacía el cuerpo inerte de mi madre.
Después de pisotear su cuerpo, primero uno y a continuación el otro, se turnaron para saciar sus necesidades con el cadáver de mi madre.
No pude gritar. Juro por mi vida que quise gritar y no pude.
Mis ojos hinchados y ensangrentados debieron de cerrarse para siempre y no volver a abrirse nunca. El cuerpo del ser que me dio la vida, frío cuerpo desangelado, estaba siendo ultrajado por demonios de la noche, por depravados sin alma.
No sé cómo ni cuando tomé la decisión. No puedo recordar en que momento logré ponerme en pie. No entiendo, aún hoy, de donde saqué las fuerza y, aún menos, como pude vencer el miedo que sentía. Lo cierto es que en cuestión de segundos, sentí cómo mi cuerpo se cargaba de una energía extraña que brotaba de mis venas y me recorría el cuerpo entero.
Cuando golpeé al primero de los hombres con la cazuela de barro, todo mi ser se baño de un enorme placer. Aún más cuando, el segundo individuo que yacía sobre el cuerpo de mi madre, sintió al volver la cabeza, como su temido fantasma había regresado de la muerte para tomarse justa venganza. Los ojos de aquel depravado se abrieron tanto que, por momentos, pensé que se le saldrían y caerían al suelo. Sin dudar un solo momento, le propiné tamaño golpe en el rostro que no le quedaron dientes en su asquerosa cara.
Ambos seres se arrastraban doloridos y ensangrentados por el interior de la choza. El pánico se apoderó de ellos. Enloquecidos gritaban pidiendo clemencia con las manos alzadas al cielo. Sin darles tiempo a reponerse, la emprendí a golpes con ambos cuerpos. No quise perder tiempo y menos parar. Así que les golpeaba con tanta virulencia, que noté como se agarrotaban los músculos de mis manos mientras oía crujir los huesos de aquellos dos miserables.
Sólo Cuando mis pies descalzos, notaron la humedad de la sangre caliente entre los dedos de los pies, sólo entonces, paré de golpear.
Mi cuerpo cayó al suelo como una piedra de una tonelada de peso. Arrastrándome, conseguí llegar a duras penas junto al cuerpo de mi madre.
Mi mano amoratada agarró la tela de su vestido y tiré de él, bajándolo hasta cubrir su cuerpo desnudo.
Me acurruqué junto a su vientre, mis dedos se deslizaron entre los de ella y, en cuestión de segundos, me quedé profundamente dormido.
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Sobresaltado me incorporé aún cuando las primeras luces del alba comenzaban a resplandecer.
Cómo una bofetada, me sacudió un fuerte olor a sangre y muerte que impregnaba cada rincón de la pequeña choza.
Mientras mis ojos todavía trataban de adaptarse a la escasa visibilidad de la mañana, mi mente intentaba ordenar los sucesos acontecidos horas antes.
Mi cuerpo se estremeció. Un escalofrío me recorrió el espinazo cuando fui de verdad consciente de lo que se me venía encima.
La protección de mi querida madre había desaparecido. Muerta ella, mi cuerpo se volvía un mero trofeo que abatir y después consumir.
Mi madre siempre puso mucho énfasis en esta situación, quizás, sabedora del trágico final que acaecería, siempre me aleccionó con lo que tenía que hacer cuando ella faltase.
Con el tiempo corriendo en mi contra, esperanzado en que la ausencia de los dos hombres no se hiciera notable hasta bien entrada la mañana, me dispuse a recoger lo poco que poseía, - una camisa de manga larga bastante desgastada, unos pantalones cortos, una pequeña cazuela roída por la grasa acumulada y un baso de barro descolorido y maloliente,- eso era todo mi mundo.  Envolví mis pertenencias en un hatillo hecho con una pequeña manta de cuadros verdes, y me dispuse a salir. Cuando me encontraba en el umbral de la choza, me volví para ver por última vez el cuerpo de mi madre. Recordé como en una de nuestras intensas charlas al calor del fuego, me confesó su deseo de que al morir, su cuerpo debía de permanecer intacto allá donde exhalase su último hálito de vida. No deseaba ser enterrada y menos incinerada como era popular en la tribu. Su cuerpo, solía decir, no sería pasto de las llamas, deseaba ser pasto del propio pasto, renacer con la tierra nueva, descansar eternamente sobre la arena y la hierba que la vio nacer, perpetrándose con ello una auténtica simbiosis natural y mística. Mientras recordaba sus palabras, me acerqué hacía su cuerpo sin vida, me arrodillé frente a ella y me quedé mirando sus oscuros ojos hasta que los míos se nublaron por las lágrimas. Me anudé el hatillo a la cintura, y con gran esfuerzo de mi cuerpo dolorido, conseguí elevar el pesado cuerpo sobre mis hombros para salir de aquella choza de desgracia y muerte.
Cada cien metros, más o menos, tenía que parar a descansar. El terreno que pisaba era duro, lleno de piedras calizas y grandes guijarros que atormentaban mis pies. Sin saber a donde me dirigía y que encontraría en el camino, seguía caminando en busca del lugar apropiado para dejar descansar el cuerpo de mi madre.
Tras una loma que ascendí con un esfuerzo sobrehumano, apareció ante mis ojos un horizonte de acacias enanas, verdes pastos y una pequeña manada de antílopes abrevando en un espléndido lago. Todo era tal cual mi madre me lo había descrito en sus innumerables tertulias. Nunca me alejé de la choza en la que nací, pero nada de lo que hasta el momento aparecía delante de mis ojos me era desconocido; ni los árboles, ni los muchos seres de diferente aspecto que saltaban enérgicos sobre la hierba, ni siquiera el azul del lago que, aunque se encontraba ha mucha distancia, parecía ofrecerse tan fresco y vital como mi madre me había contado que era.
A unos veinte pasos, una hermosa acacia cuyo resquebrajado tronco parecía crepitar bajo el sol amenazador, descubría al cielo una amplia copa tallada de hojas verdes y ramas entrelazadas, bajo las cuales, una sombra refrescante se extendía en la pradera pidiendo a gritos compañía.
Enseguida decidí que allí descansaría mi madre.
Tras reposar unos minutos, deposité el cadáver bajo la acacia, y aún sabiendo que sería en breve objeto de las fieras y las aves carroñeras, di por bueno el deseo que mi madre tuvo en vida.
Sin más, me alejé del lugar, con la única esperanza de volver a ver sus ojos negros y profundos en el más allá.
Camine durante todo el día. Sentí como la inflamación en mis pies se agudizaba a cada paso. Pero el miedo a que hubiesen salido en mi búsqueda, hizo que el dolor y el cansancio de mi cuerpo se atenuasen.
Ya de noche, decidí esconderme tras unas rocas en lo alto de una loma. No sentía miedo al pensar en los muchos peligros que me acechaban en la oscuridad que me rodeaba. Estaba seguro de que nada peor de lo vivido podía causarme más daño, ni siquiera la propia muerte. La tibieza de una noche apacible me abocó a un descanso oportuno y reparador, quedándome dormido al amparo de dos grandes piedras.

El crujir de unas ramas secas a pocos pasos me despabiló.
Me quedé quieto intentando controlar el pálpito alocado de mi corazón excitado. Alzando la vista por encima de la roca, descubrí la figura de un hombre que, como una sombra moribunda, se acercaba hacía mí. Despacio, agarré con fuerza la cacerola, con la intención de valerme de ella como defensa si fuese oportuno, prefiriendo en ese momento esperar que la suerte se aliase conmigo y la sombra se desviase de su trayectoria.
A pocos pasos el hombre se detuvo. Tan solo unos metros nos separaban. Observé que era alto y fornido, y aunque no pude distinguir los rasgos de su rostro, unos dientes blancos brillaban en su boca delatándole en la oscuridad.
Tan pendiente estaba en vigilar a mi directo oponente que obvié el verdadero peligro que tenía justo a mi lado. A mi espalda, surgieron tres hombres que me rodearon alumbrado mi cara, con la potente luz de una linterna que cegó mis ojos.
Las patadas y golpes guiaron las intenciones de aquellos hombres en mi momentánea ceguera.
Mientras era machacado, escuchaba como reían victoriosos mientras escupían sobre mí.
En pocos segundos estaba atado de pies y manos, abrazado a un madero, como una presa abatida en una cacería.
Mi cuerpo sangraba como una llaga inmensa, pero ni un llanto o gemido salió de mi seca garganta.
Oía los cánticos de los hombres mientras danzaban alrededor de mí. Zeru…Zeru…me llamaban en sus cánticos, agitando sus manos al cielo, relamiéndose los labios a la vez que se deleitaban imitando, con gestos estúpidos, cómo harían a la hora de comerme.
Los dos negros más aguerridos y fuertes me alzaron en vilo.
El peso de mi cuerpo cayó al vacío sólo sujeto al madero por los pies y las manos.
El dolor entonces fue incontrolable. Recordé lo que había caminado y calculé la distancia que había desde allí hasta el poblado. Jamás lograría llegar vivo colgado de aquella manera. Me vino a la mente enseguida, una de las premisas del ritual que me llevaría a la muerte. Sólo el brujo estaba capacitado para dar muerte a un Zeru, o fantasma, a un albino, daba igual el nombre que le diesen, pues siempre se trataba de mí.
 Mi corazón, bajo ningún concepto, debía dejar de latir fuera del poblado. El rito exigía que el sacrificado estuviese vivo, consiguiendo con ello que la fuerza de su espíritu quedase intacta.
Como en un acto de supervivencia, sin poder contener más el insoportable dolor de mis huesos, pensé que con un poco de suerte conseguiría no sufrir más de la cuenta.
Caminaban los dos hombres que me transportaban con tal agilidad, que daba la sensación que mi cuerpo no era impedimento para marchar a buen ritmo.
Cogiéndolos desprevenidos, comencé a gritar como si estuviese poseído, ¡Me muero, me muero! Chillé hasta que los cuatro hombres se pararon en seco. ¡Me muero!, Volví a chillar, esta vez utilicé un tono decadente y casi moribundo en la pronunciación de la frase. ¡Maldito Zeru asqueroso!, Te partiré la cabeza ahora mismo, me gritó el más bajito de los hombres abruptamente, a la vez que me propinó una terrible patada en el estómago.
Mientras intentaba coger aire, otro hombre, el de más altura y fortaleza, se deshizo de un empujón del bajito que me había propinado la patada.
¡Estúpido mal nacido!, ¡Es que quieres matarlo antes de tiempo!  Increpó de mala manera, levantando el puño en señal de amenaza. Después, ordenó que me bajasen al suelo con gran alivio por mi parte. Aquel hombre de espaldas anchas y brazos descomunales, que sin lugar a dudas era el jefe del grupo, se acercó hacia mí hasta que su cara casi tocó la mía.
Sin alzar la voz, en un tono suave pero enérgicamente autoritario me dijo;
-Escucha Zeru de mierda. Ahora te soltaré del madero. Seguirás atado, pero dejaré que camines. No quiero por nada en éste mundo perderme tu sacrificio. No permitiré que mueras tan fácilmente. Caminarás hasta el poblado, y cuando el brujo te abra en canal y te saque aún vivo las vísceras y el corazón, entonces y sólo entonces, podrás pensar que ha llegado tu hora de morir. Mientras tanto yo, pensaré en mi hermano, ése al que has asesinado en tu cabaña, y brindaré con cerveza por la venganza de su espíritu. Terminó la frase y se alejó de mi lado ordenando que me desatasen del madero.
Mi plan había funcionado. Pero las palabras y el tono que había empleado el hombre de los brazos de acero, habían hecho mella en mi cabeza, haciéndome reflexionar si quizá no sería mejor morir allí mismo y en ese preciso instante.
Nada ya estaba en mis manos. Ni siquiera el derecho de poder elegir mi propio final. Mi vida no tenía más valor que una simple rata. Al pensar en mi situación, se aceleró en mi cuerpo una sensación de angustia incontrolable, y un profundo mareo me desbordó arrastrándome a la inconsciencia.
Cuando desperté me encontraba ya en el poblado. Un montón de niños me rodeaban y me gritaban. Me miraban con recelo entre asustados y curiosos mientras intercambiaban opiniones sobre mi extraño aspecto. Me encontraba en una pequeña explanada de tierra rodeada de endebles cabañas de paredes de barro y tejados de caña. Me despabiló un fuerte olor a pescado podrido y varios perros se acercaron a lamerme las piernas.
Estaba sentado en el suelo, seguía atado de pies y manos y me dolía el cuello y la cabeza. Varios buitres estaban posados sobre las ramas de un viejo baobats. Cerca, varios cuervos y un blanco alimoche, completaban la comitiva que aparecería en la foto de mi esquela funeraria.
Prefiero serviros de alimento a vosotros, antes que a estos asquerosos depravados, pensé. En aquel momento el alimoche se aventuró varios metros hacia mí, de acuerdo con mis pensamientos, pero se encontró con una piedra lanzada por un niño y se alejó volando pesadamente hasta colgarse de nuevo sobre la rama de un árbol cercano.
De una gran cabaña, la más grande del poblado, comenzó a salir un gran número de hombres. Llevaban la cara pintada de un extraño modo. La mitad del rostro era color rojo como la sangre, mientras que la otra mitad, aparecía pintada de un blanco reluciente. Salieron de la cabaña dando saltos, bailando una peculiar danza en la que se empujaban los unos contra los otros, a la vez que se abrazaban y se soltaban, en lo que entendí como una ridícula manera de hacer valer su hombría y su poder.
Tan solo un trozo de tela les cubría la entrepierna. Sobre sus torsos pintados de rojo y blanco, portaban grandes collares de huesos y plumas. La escena la completaban medio centenar de mujeres, que adornadas con faldas de hierbas secas y embadurnadas de barro de pies a cabeza, chocaban palmas y gritaban ebrias de alcohol, moviendo la lengua frenéticamente, produciendo un extraño sonido gutural que me puso los pelos de punta. En cuestión de segundos estaba rodeado de hombres y mujeres que maldecían mi ser y escupían sobre mí. Correteaban a mi lado, y de vez en cuando, me propinaban una patada o me daban un golpe en la cabeza.
Un tambor sonó excitando a la concurrencia que se apartó abriendo paso al chamán que se acercaba hacia mí.
Bajo de estatura y con una panza prominente, su aspecto dejaba mucho que desear. Comparado con el resto de la tribu, el brujo parecía un extraterrestre venido del espacio. Sus genes se debieron de transmutar con alguna especie de mono salvaje. Sin superar el metro y medio de altura, su cuerpo estaba totalmente cubierto de pelo, y unos enormes ojos como huevos de gallina le sobresalían de la cara. Sus brazos eran delgados y largos como ramas, consumiéndose su cuerpo sobre dos enormes pies de grandes dedos separados y amorfos.
Si para ser chamán era necesario ser diferente, infundir miedo y dar asco, crear pánico en quien tienes enfrente, y permanecer en retaguardia sobre cualquier gesto que haga, estas cualidades eran inherentes al físico del brujo que tenía delante.
Todo parecía listo y preparado. Las danzas, los vivos colores en los torsos desnudos, el eco del tambor sofocando mi cabeza, el calor inmisericorde y la sed en mis labios; la expectante mirada llena de curiosidad de los niños, y sobretodo, un viejo y feo brujo acercándose hacia mí con un enorme y amenazante machete.
El chamán era la máxima autoridad en cientos de kilómetros a la redonda. Mi vida estaba en sus manos, justo allí, donde la hoja del machete que sujetaba su mano, relucía por efecto de los rayos del sol.
No me quedaban fuerzas para oponerme.
Gritar, llorar, clamar o lamentarme, exigía un esfuerzo que mi débil cuerpo moribundo no podía acometer.
Por espacio de unos segundos, me olvidé del brujo y centré mi vista en los dedos de mis manos y mis pies. Eran finos y delicados, jamás expuestos a oficios ni resquebrajados por labores del campo. Tenía dedos de hombre acaudalado, de blanca piel, tierna y brillante de melanina.
Me vino a la cabeza la imagen de mis dedos colgando del pecho de varios hombres de rango. Veía a esos hombres mirar su dedo amuleto y sonreír a la vida, creyentes de que mis falanges les atraerían fortuna y fertilidad.
Ignorantes irracionales.
Por mis testículos, el brujo negociará grandes sumas de dinero en la frontera con Tanzania. Allí hay hombres de negocio y señores de abolengo y fortuna que, por tal trofeo, estarán encantados de exprimir sus adineradas carteras. Harán cola los absurdos supersticiosos, arrogantes mezquinos, se congratularán de poseer en sus casas y despachos algún hueso de mi esqueleto, que acabará convertido en mercadillo cadavérico de suerte y fertilidad.
Una mujer de enormes caderas, y cuyos pechos colgaban por debajo del ombligo, precedía al brujo llevando en sus brazos un bidón de plástico. La mujer, al percatarse de que cruzábamos la mirada, sonrió y se relamió los labios, como saboreando la sangre que almacenaría en el sucio bidón.
Los dos perros, que hacía varios minutos estaban tumbados a mi lado, salieron huyendo al sentir la presencia del brujo.
El chamán se plantó delante de mí. Su cabeza rapada y coloreada de rojo, sudaba copiosamente, dejando caer al suelo gotas de color carmesí. Abrió la boca varias veces como un hipopótamo, musitando una plegaria incomprensible, dejando ver la negrura y podredumbre de sus dientes por el efecto de las drogas que tomaba. Curaba los males de estómago, los dolores de cabeza, extirpaba tumores con oraciones y, con sus brebajes alucinógenos, podía hacer ver a un ciego todo aquello que quisiera ver. Por ello era el chamán, el viejo médico brujo. Sólo él, poseía la verdad absoluta en un lugar tan apartado, tan olvidado y desconocido como aquel poblado de África.
Comenzó el brujo a escupir sobre sus manos, para luego restregarme por la cabeza y la cara su asquerosa saliva. Después fue pintando mi cuerpo a franjas rojas, utilizando un hueso largo de animal del que colgaban los pelos del rabo de un ñú, que introducía en un cuenco de barro habilitado para tal efecto.
La pintura estaba caliente. Atraía los rayos del sol sobre mi delicada piel, haciendo que mi cuerpo comenzase a sudar abundantemente. El calor se volvió sofocante e insoportable. Me quemaba la piel, parecía estar sobre una hoguera en la que las llamas friesen mi cuerpo. Deseaba desmayarme, provocar que mi cuerpo cayese de nuevo en la inconsciencia, para no enterarme de nada. Pero los gritos que el brujo comenzó a roncar por su sucia boca, me despabilaron de inmediato.
A cada chillido que daba el chamán, el resto de hombres que seguían danzando a mí alrededor, se aplicaban en un coro descompasado y desafinado. Tras varios minutos de horroroso concierto, el brujo asió con fuerza el machete.
Se hizo un absoluto silencio.
Comprendí que todo terminaba allí. En aquel instante finalizaba mi vida y con ella el sufrimiento. Ya no importaría que hiciesen con mi cuerpo. La hermosa imagen de mi madre se apareció delante de mí, nítida a la vez que fugaz. Un segundo, un gesto con su mano, una mirada delicada, me indicó que estaría esperando mi llegada.
Fue entonces, cuando en el momento de ver al brujo alzar el machete por encima de su hombro, y sentir su mano arrastrando mi cabeza hacia atrás, exponiendo mi cuello al sacrificio, cerrando mis ojos me resigné a mi infortunio.
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Un angustioso griterío acompañado del crujir de la madera sobre la que reposaba mi espalda, me sobresaltó despabilándome de súbito, al tiempo que una riada de agua sacudió mi cuerpo desplazándome hasta la proa de la patera, sacando mi cuerpo al instante de mi horrible pesadilla.
Sin tiempo para reaccionar, una segunda ola vertió su salada fuerza sobre mí, con tal furia que, en un segundo, me encontré dando volteretas bajo el agua luchando con todas mis fuerzas por sacar la cabeza a la superficie para poder respirar.
Había caído al mar y me encontraba en medio de una tempestad. Olas de tres metros zarandeaban mi cuerpo, hundiéndome una y otra vez, haciendo imposible cualquier esfuerzo por sobrevivir. Alzaba los brazos al cielo en busca de algo a lo que agarrarme, esperanzado de que, en el último momento, pudiese escapar de una muerte segura.
Escasos segundos antes, mi cuello estuvo expuesto al sangriento machete del viejo brujo. Suerte que tan solo fuese una espantosa pesadilla. Pero mi situación ahora era real como la vida misma. En medio del estrecho de Gibraltar, acababa de caer de la patera que me llevaba hacía una efímera libertad, y mi cuerpo se hundía junto con los sueños y la esperanza de escapar de un destino contradictorio y nada halagüeño.
Los minutos pasaban y las fuerzas me abandonaban. Con el rabillo del ojo, veía como la chalupa se debatía entre las olas, pero aunque nadaba con fuerza y coraje, mis intentos de llegar hasta ella eran infructuosos. Gritaba con todas mis fuerzas, pero el mar embravecido, sacudía mi voz en el aire esparciéndola a los cuatro vientos, igual que se retiran las migas de pan en un mantel.
Cuando mi cuerpo extenuado se dio por vencido, dejé que mi propio peso se encargase de hundirme en el frío atlántico.
Cerré los ojos dispuesto a morir. Comenzaba a sumergirme, cuando una mano me agarró con fuerza empujándome fuera del agua con enérgica dureza y valentía.
Las olas golpeaban sin piedad la pequeña chalupa.
Estaba a salvo, dentro de la barca, pero me agarré con fuerza a una gruesa soga, a sabiendas de que una nueva caída al agua sería definitiva.
Con la mirada busqué a mi salvador. Frente a mí, un hombre de extrema corpulencia, enarcó las cejas mientras me dedicó una extraña mirada que correspondí con una leve inclinación de cabeza, contra el deseo de mi cuerpo, que ansiaba abrazar al hombre que me había devuelto la vida. Para el resto del pasaje, unos cincuenta individuos, mi incidente había pasado inadvertido o, al menos, la indiferencia de sus gestos así lo indicaba.
Até con rigor la soga a mi estrecha cintura y comencé a orar en silencio.
La situación en la patera era descorazonadora. Medio centenar de negras cabezas, subían y bajaban, al compás que marcaban las olas del mar. Apretujados y ateridos de frió, cada pasajero de la pequeña embarcación, hacia grandes esfuerzos por mantener su cuerpo dentro de la patera. La mar golpeaba sin compasión el cayuco. Una oscuridad profunda ahogaba la vista. El miedo y la angustia se fueron apoderando de nosotros, mientras los gritos de varias mujeres, morían ahogados por las continuas riadas de agua que golpeaban una y otra vez sin descanso la embarcación. Una eterna noche nos cubrió. La patera, a merced de las olas, empujaba nuestros cuerpos húmedos y helados con atroz virulencia.  En los siguientes minutos, fuimos testigos de cómo dos hombres fueron arrancados del cayuco por las garras del mar. Una mujer cayó al agua entre gritos agónicos que pronto pasaron a ser inaudibles. Nadie pudo hacer nada por ellos. Por fortuna para mí, cuando caí de la patera, aún medio dormido, la mar comenzaba a gruñir; pero ahora, su poder se había vuelto una locura salada que nos dejaba impotentes ante nuestro propio destino. Me escocían los ojos y la garganta. El simple acto de respirar, provocaba que el agua llegase hasta mis pulmones.
A mi lado una mujer de ojos apesadumbrados, me agarró la mano con fuerza. No me miró. No pronuncio palabra alguna. Tampoco lo necesitaba. Buscaba calor, compartir su angustia con alguien. Y he de decir, que aquella delicada mano me reconforto dé tal manera, que supe de inmediato que de igual manera que no había sucumbido ante el viejo brujo en mi horrenda pesadilla, ese día no moriría tragado por un océano convulso y hambriento de cadáveres.
Devolví con sutileza el apretón de manos a la mujer, y esperé la llegada de una nueva ola con energías renovadas y mayor confianza.
Las horas transcurrieron como feroces hordas de hienas babeantes, surfeando sobre un mar de aguas heladas y asesinas.
Extasiados por el esfuerzo inhumano de sobrevivir a la tempestad, una vez se enderezó el cayuco, la totalidad de los supervivientes, caímos rendidos por el cansancio. Varios hombres y mujeres, se ahogaron en las heladas aguas del atlántico aquella fecha de mal recuerdo. Sus nombres, sonrisas y llantos, los sueños hazañas y pesares de aquellos desdichados, resbalaron hacia el abismo oscuro sin pena ni gloria. Nadie lloró por ellos. Ninguno de los que sobrevivimos, cansados y congelados por el frío, abrió la boca. Solo el rencor de un mar enojado, nos gritaba ferozmente en su universal idioma, eterno y conocido, golpeando siniestramente la patera con sus mortíferos tentáculos de agua y sal.
Quizás fueron horas, tal vez días los que pasaron hasta que en el horizonte, llegamos a divisar la silueta de aquel barco, pero lo cierto es que para mi paso toda una eternidad.
El sol descarnaba mi delicada y fina piel. Alguna que otra llaga ardiente comenzó a horadar mis brazos y mi cara lechosa. Me agazapé como pude enrollando mi cuerpo como una serpiente. Tenía que tratar de escapar del sol, cuyos rayos de vida, en mí albino cuerpo, se convertían en flagelos mortíferos y desgarradores.
Despierto, pensaba que me dormiría agotado y jamás despertaría. Y mientras dormía, soñaba que despertaba y sería consciente de mi muerte. Pero seguramente la peor de las sensaciones que todos padecimos, fue la necesidad de beber. Nada más horrible hay en la vida que estar rodeado por un océano burbujeante, y sentir que vas a fenecer lentamente por efecto de la deshidratación.
Recuerdo, vivamente, como un hombre de gran talla y cabeza enorme, sediento y desesperado como todos pero menos paciente, consumió tal cantidad de agua de mar, pasadas varias horas, poseído por la locura, término lanzándose al agua en busca de la muerte.
El tiempo, en alta mar, parece lentificado.
La silueta del barco, sombreada por el atardecer en el horizonte, se transformó en la resurrección de nuestras almas moribundas.
Se trataba de una patrullera de vigilancia costera.
En breves minutos, a través de una escalinata metálica y bajo las ordenes de una mujer de rubios cabellos, comenzamos a subir al barco en fila de a uno. Ya en la cubierta nos taparon con calidas mantas de color rojo. Me sentí enormemente agradecido por aquel regalo y comprendí que pronto volvería a sentir mis manos y mis pies, cuya sensibilidad había perdido horas atrás debido al enfermizo frío. Siguiendo las indicaciones de varios hombres enguantados, nos quitamos las húmedas prendas de vestir. Recuerdo que algunos de mis compañeros de travesía cayeron desmayados y fueron rápidamente atendidos.
Me sentía bien, con fuerzas y reconfortado. Me encontraba caliente y feliz de seguir con vida e, incluso, me dieron de beber... y esto revitalizo mi cuerpo.
Nos bajaron a tierra y fuimos conducidos a una tienda de campaña donde nos practicaron un reconocimiento médico, y comenzaron, a través de uno de los supervivientes que comprendía su idioma, a hacernos preguntas de todo tipo.
Pasamos la noche en un barracón, donde alimentados y calientes, descansamos al fin después de haber vivido tan terrible experiencia. Cuando amaneció y nos hubimos desperezado, se nos invitó a recoger nuestras pocas pertenencias y acompañar a varios agentes de verde uniforme.
Con ánimo de averiguar que ocurría, logre posicionarme cerca del muchacho que sabía español. Después de cruzar una rápida mirada distante con el joven, le abordé con un sin fin de preguntas, las cuales salieron disparadas de mi boca atropelladamente. Faisal, que así dijo llamarse, se mostró paciente y comprensivo conmigo. Muy a pesar de mi acalorado interrogatorio, y tras una sonrisa que trataba de disimular el comienzo de su enojo, contestó cortésmente a mis cuestiones con gran calma.
Fuimos conducidos a un autobús de gran tamaño que enseguida se puso en marcha. Desde el día que mi madre murió, y salí de mi pueblo con la esperanza de encontrar mi lugar en este mundo, no sentí mas miedo y dolor que en aquel autobús, cuando en respuesta a mis preguntas, Faisal me hizo saber que estábamos siendo deportados de nuevo a nuestro lugar de origen.
Sentí la necesidad de escapar, de golpear los cristales, levantarme y recorrer el pasillo del autobús hasta hacer frenar al conductor. Necesitaba gritar, llorar y sacar la furia que me mordía las sienes y la boca del estomago. No podía ser cierto, no me podía estar pasando en realidad. Miré fijamente a los ojos del joven Faisal, y su mirada de resignación no necesitó de mas palabras.
Entonces me derrumbe. No recuerdo nada más desde aquel momento. Cuando pude abrir los ojos, estaba tumbado en la cama de un hospital, conectado a decenas de cables de colores.
Entonces apareció Faisal en el umbral de la habitación y me dirigió una tierna sonrisa.
-¿Te pondrás bien muchacho?, me dijo, y al momento, entendí que, pasase lo que pasase, al menos había ganado un amigo, el primero en toda mi vida.
Cuando logré tranquilizarme y entablé serena conversación con Faisal, éste me puso al orden de lo que había ocurrido. Tras caer inconsciente en el autobús, había pasado dos días en estado de sock, producido por la fiebre y el fuego que salía de mi cuerpo. Las altas temperaturas y la deshidratación pudieron conmigo. Ya estaba restablecido y verdaderamente me encontraba mejor. En cuanto a mi situación en España, Faisal me dejó claro que nada había cambiado. En cuanto me restableciera del todo, seguiría el mismo camino que todos los que llegamos en la patera. Faisal había sugerido quedarse conmigo, alegando que podía servirles de interprete, acción que siempre le agradeceré eternamente ya que sin él, seguramente nada de lo que después ocurrió hubiese sucedido.
-¿Porqué me ayudas?, Pregunté, mirándole a los ojos fijamente, sin llegar a entender que un desconocido fuese capaz de preocuparse de mí.
-No hay un porque, sólo una obligación conmigo mismo. En la patera, después de partir, la gran mayoría de los hombres quería lanzarte por la borda en cuanto estuviéramos en alta mar. Nadie quería estar a tu lado. Decían que se embarcaban en el viaje de sus vidas, y que no estaban dispuestos a que un maldito Zeru les trajese mala suerte.
Parecía todo dispuesto. Te quedaste profundamente dormido y llegó el momento oportuno para matarte. Incluso el jefe del grupo, quería verte fuera del cayuco, y no paraba de repetir que nunca debiste subir.
Pero mientras dormías algo pasó. Comenzaste a hablar. Pero no se trataba de un susurro o un leve tartamudeo incomprensible. Con sumo detalle, nos narraste tu sueño. De cómo sufrió tu madre tras tu nacimiento. Tu desgraciada infancia, y los maltratos y humillaciones que padeció incluso después de muerta. Los que se habían levantado de sus lugares en la patera para asesinarte, volvieron a sentarse sin hacer nada. Tu voz, que consideraron del mas allá, les arrebató su ímpetu cobarde y miserable, desarmándolos del valor que creían poseer. Pero, al poco tiempo, la actitud de todos los que oíamos tu historia cambió radicalmente. Te sentíamos llorar, estremecerte, veíamos que allá donde tu cuerpo y tu alma estuviesen mientras dormías, sufría más allá de los límites conocidos. Se impuso entonces el raciocinio. Dejaron que tu cuerpo siguiese meciéndose al lado nuestro. Seguramente la mayoría, pensó que no debía de haber mayor dolor que haber nacido albino como tú.
Nadie se atrevió a interrumpir tu sueño. Después vino la tempestad y caíste al agua. Parecía que tu destino solo dios podía dictarlo y cambiarlo a su antojo. Los rizos de tu cabeza burbujearon varias veces entre las enormes olas. Curiosamente, un hombre fornido, que horas antes llevó la voz cantante entre los que pedían tu muerte, arriesgó su vida para sacarte del mar y devolverte a la barcaza. Aunque parezca curioso, creo que todos llegamos a pensar que merecías una nueva oportunidad de vivir.
Somos peores que cualquier alimaña de las que campean en nuestra tierra. Pero, peor aún, es ser conscientes de que así es.
-Mi nombre es Nazael, y quiero que sepas, que allá donde mi espíritu me lleve, irá con él mi gratitud hacia ti-, aseveré rotundo y emocionado.
Ahora necesito que me hagas un gran favor,- mi voz sonó ágil, atrayendo de inmediato, aún más, la atención de Faisal.
-Dime que puedo hacer por ti, -asintió ladeando débilmente la cabeza.
-Quiero hablar con alguien que tenga autoridad. No sé, quizás un guardia de rango, un médico o... el mismo rey de España, me da igual. Necesito que sepan cual es mi historia. Quiero narrarles la experiencia de mi corta vida. Han de saber que, si me devuelven a mi tierra, mañana o pasado me matarán.
Ayer el mismo hombre que quiso quitarme la vida, me salvó después, pero eso no volverá a ocurrir. Vendrán más hombres, que verán en mi blanquecino cuerpo, motivo más que suficiente para asesinarme. No puedo volver. Me han de escuchar, y sé que entenderán lo desesperado de mi situación.
¿Sabes una cosa Faisal?, Mi madre se hallaba acostada un día en su humilde camastro de paja y me llamó. Como siempre, acudí rápidamente y me tumbé junto a ella como solía hacer. Mientras sentía el calor de sus brazos abrazando mi cuerpo, al igual que sus dedos jugando con los rizos de mi pequeña cabeza..., me obligó a recordar por siempre las siguientes palabras:
“Cuando cada día despiertes, mira tu rostro y tu cuerpo sin temor. Siéntete orgulloso de ser tú mismo, y ten presente cada segundo de tu vida que nadie, sea cual sea el color de su piel, es mejor que tú, porque tan solo será diferente”.
Faisal salió de la habitación, despidiéndose de mí con un tímido apretón sobre mi hombro, que entendí como un signo de apoyo incondicional.
Llegada la tarde, se abrió la puerta de mi habitación. Entraron dos mujeres seguidas de varios hombres, y cerrando la comitiva, pasó a la estancia Faisal dirigiéndome una pequeña sonrisa.
El pequeño grupo intercambió frases entre ellos mientras me observaban con descaro y suma curiosidad. Yo no sabía a cual de ellos mirar, pero me percaté, como una mujer de pequeña estatura y enormes pechos, era la que mandaba en el grupo. La mujer se dirigió con autoridad a Faisal indicándole con gestos lo que debía decirme. Después, todos dirigieron sus miradas hacia mí, y Faisal entre nervioso y asustado me dijo:
-Estas señoras y señores son gente importante que pueden ayudarte Nazael. Han venido para escuchar tu historia. Sólo quieren que seas sincero y claro.  Yo te pido que seas fuerte...y que levantes bien alta tu cabeza y les mires a los ojos.
Recuerdo que guardé silencio durante un largo rato, tanto, que comenzaron a mirarse los unos a los otros impacientes y nerviosos.
Respiré hondo y comencé...
... Soy un negro en un cuerpo de blanco. No es una contradicción.
La ciencia y los médicos me llaman albino, mientras que en mi tierra soy un Zeru, un fantasma para mi pueblo suahili, y los que me vieron nacer, no cesarán hasta convertir mi sangre y mi cuerpo en muti…


Por cada palabra que hoy puedo pronunciar. Por cada guiño de mis ojos y cada aliento que penetra en mis pulmones...
...por el nuevo sol que mis ojos contemplan cada día.., rezo cada segundo agradeciendo la oportunidad de vivir que me concedieron, evitando que al final mi cuerpo, nutriese la enloquecida necesidad de sangre de inhumanos seres de un mundo oscuro y desconocido.
NAZAEL

domingo, 30 de enero de 2011

SINDELAR "EL HOMBRE DE PAPEL"



J.J.D.R
Reconozco que hasta hace bien poco, si me hubieran preguntado por Mathias Sindelar, en mi basta ignorancia hubiese admitido desconocer a dicho personaje. Tampoco tendría nada de particular haberlo ignorado, pero en mí caso, por considerarme ferviente enamorado del fútbol, me pareció un desaire no saber nada del hombre que se enfrentó a los nazis empleando su  habilidad con el balón como única arma, pese a que luego le costase su vida.
MATHIAS SINDELAR

Hace no mucho se cumplieron 72 años de la muerte de Sindelar, el hombre que vestido de corto y con un balón en los pies, humilló a los nazis.
Esta es su historia…

ESCUDO DEL AUSTRIA DE VIENA

Mathias Sindelar nació en la localidad de Kozlov (Moravia) el día 3 de febrero de 1903 en el seno de una familia judía. Se crió en el barrio vienés de Favoriten donde, desde muy pequeño, demostró sus grandes cualidades jugando al fútbol. Estas actitudes pronto se vieron recompensadas al fichar con tan solo 15 años por el Hertha de Viena, para dos años después recaer en el Austria de Viena, equipo con el que conseguiría sus mayores logros. Ganó tres campeonatos, seis copas nacionales y, en su mejor momento, dos trofeos Mitropa (la actual liga de campeones) en los años 1933, 1936.

En una época en la que el fútbol era un juego de ataque y goles, Sindelar llegó a marcar la cifra nada desdeñable de 600.
TROFEO MITROPA

El fútbol austriaco disfrutaba de un ciclo maravilloso de grandes futbolistas. La selección austriaca disputó 50 partidos en los que solo cosechó 4 derrotas. Se conocía a esta selección como el Wunderteam (equipo maravilla), y Sindelar era el líder indiscutible. Le apodaban “El hombre de papel” por su delgadez y la agilidad que demostraba para zafarse de los contrarios en los partidos. Junto a Giuseppe Meazza y el húngaro György Sarosi,  estaba entre los tres mejores jugadores del mundo.
SINDELAR EN ACCIÓN
Era la referencia del fútbol austriaco y en su país era apreciado y querido como deportista de élite. Su fama era descomunal. Hoy día estamos acostumbrados a ver a jugadores de fútbol haciendo campañas publicitarias y cobrando por ello. Pero en los años treinta, que un jugador de fútbol fuese reclamo publicitario de marcas de moda y a demás cobrase emolumentos por ello, no era nada común. Pero Sindelar era diferente. Hacía anuncios de postres y relojes, así como de ropa y otros artículos de moda. Se puede decir que Mathias Sindelar se convirtió en el primer jugador mediático del fútbol.




En el mundial de Italia de 1934 llegaron a las semifinales, donde se enfrentaron al equipo anfitrión de Mussolini. En un partido en el que hubo de todo, destacó la increíble y desafortunada actuación arbitral, dejando apeada de la competición a la selección austriaca que terminaría como tercera clasificada.
Después de la anexión de Austria por parte de Alemania y de cara al mundial de Francia de 1938, Hitler planificó la unión de ambas selecciones para lograr un equipo invencible. Si Austria era una selección poderosa, Alemania también lo era, y hasta cinco jugadores fueron llamados por el seleccionador alemán. Entre ellos, como no podía ser de otra manera, se encontraba Sindelar. Pero el artista del balón, evadía cualquier convocatoria del seleccionador alemán aludiendo lesiones continuas.
Sindelar era judío, y no estaba dispuesto a defender la camiseta de una nación que, en aquella época, mataba a sus conocidos y familiares causándole un dolor enorme.
Incluso con la llegada al combinado alemán de un nuevo seleccionador que no compartía las ideas nazis de sus superiores, llegó a pedirle que no le llamase y evitase convocarle para jugar con el equipo. Pero las presiones por parte de las autoridades nazis eran demasiado grandes. Querían tener la mejor selección y ganar el mundial. Y Sindelar, le gustase a él o no, debía vestir la camiseta Alemana o no vestiría ninguna otra.
Para conmemorar la anexión de Austria al territorio alemán, el día 3 de abril del 1938, se disputaría un partido entre ambas selecciones. Que duda cabe que, de antemano, se trataba de un partido amañado. Los dirigentes nazis no consentirían ver derrotada a su selección y para ello se dispuso todo al detalle. Se habló con jugadores y árbitros y el partido casi se decidió desde el vestuario.
EL PARTIDO DE LA ANEXIÓN DE AUSTRIA A ALEMANIA

Aquel partido acabaría con el ciclo y la época dorada del fútbol austriaco, y con el Wunderteam (equipo maravilla) para siempre.
Como presagio de lo que más tarde sucedería, Sindelar comenzó eludiendo el saludo obligatorio a los nazis con el brazo alzado. Este gesto pronto seguiría a otros singulares detalles del futbolista, que pretendía revindicar en el césped su negativa a ser humillado.
Comenzó el partido y la trama ridícula se puso en marcha. Cada ocasión que el equipo austriaco tenía, era concluida con garrafales fallos de los jugadores ante el marco alemán. Una y otra vez, delante de la portería germana, las ocasiones eran falladas estrepitosamente. Sindelar se mofaba de la defensa alemana. Se adentraba en el área y tras regatear a todo defensa que se ponía delante, cuando frente al potero la ocasión de meter gol era clara, se giraba y con total desprecio lanzaba el balón hacia la grada. En aquel circo de mentiras en el que se había convertido el partido, Sindelar tomó la decisión de acabar de una vez por todas con aquella falsa.

Mathias Sindelar sacó un disparo potente y certero que acabó entrando en la malla de la portería. Toda la rabia contenida del futbolista y todo su orgullo como hombre, reventó con aquel disparo que entró en la portería del conjunto alemán, para desconcierto y pábulo de las autoridades germanas. Pero aún no contento con marcar el gol, Sindelar corrió como un loco hacía el palco de honor, y ante la mirada estupefacta de los presentes, se marcó un baile caricaturesco que los dejó helados y humillados.
Sin duda marcó aquel día el gol más controvertido de la historia y el que a la postre acabaría con su vida.
Si para el pueblo austriaco Sindelar era un ídolo futbolístico, después del partido se convirtió en un icono para su gente, y aún más, en un elemento subversivo para los nazis.
La persecución comenzó de inmediato. Sindelar se escondió, y su día a día, pasó a convertirse en una carrera en pos de salvar su vida. Al poco tiempo un local de su propiedad fue devastado hasta dejarlo en ruinas. La Gestapo lo buscaba con insistencia, incluso el mismo Hitler puso precio a su cabeza ofreciendo una suma de dinero a quien diese pistas de su paradero. Parece que el reclamo económico obtuvo respuesta en algún conocido del futbolista, ya que poco después, sucedió lo inevitable.
EL HOMBRE DE PAPEL

El día 23 de enero de 1939 se hallaron los cuerpos sin vida de Mathias Sindelar y su reciente esposa Camila Castagnola, en el dormitorio de ambos y tumbados en la cama.
Las autoridades rápidamente cerraron la investigación, y declararon que había sido un suicidio. Dijeron que Sindelar y su esposa habían muerto a causa de un escape de gas, y que probablemente se suicidaron a causa de las presiones a las que estaban sometidos por la Gestapo. Era una solución sencilla y fácil. Pero, incluso en la época, se supo que bomberos que acudieron al domicilio de Sindelar, declararon no haber notado olor a gas y que la estufa estaba cerrada.
El día que falleció, ex compañeros suyos jugaban un partido en territorio austriaco. El árbitro mandó parar el juego. Todos los jugadores se extrañaron de este hecho y fueron a protestar. Cuando se enteraron de la noticia de la muerte de Sindelar, muchos terminaron tendidos en el césped llorando y abatidos por el dolor.



Al morir Sindelar, Austria de Viena, su club, recibió más de 15.000 telegramas de condolencia. Fueron tantos que el correo de la ciudad se colapsó. El día de su funeral más de 45.000 personas acudió a despedir a su héroe nacional.

El hombre de papel había muerto, el hombre que con un balón en los pies se burló del poder nazi, metió un gol que valía más que una copa del mundo o un campeonato. Aquel gol sirvió para ganarse el respeto de su pueblo y demostrar su coraje e intransigencia con la injusticia y la opresión.
Aún hoy día, dirigentes de su club, federativos del fútbol austriaco y aficionados, el 23 de enero se unen junto a su tumba para rendir un sencillo homenaje a su memoria.
TUMBA DE MATHIAS SINDELAR



sábado, 29 de enero de 2011

HISTORIAS DE LA MITAD DEL MUNDO (3)

                                                 LA CASA JUNTO AL RÍO
                                                 TERCERO



J.J.D.R
Daniel corría detrás del maldito gato. Tras muchas cabriolas y maullidos amenazadores, el pequeño felino, agazapó su erizado lomo en busca de protección junto al adobe de la frágil vivienda. Daniel debía atraparlo antes de que la vieja se percatase de que el gato no había comido. En su mano, un pedazo de gallina cocinada le resbalaba entre los dedos. Miraba fijamente al gris y famélico gato conjugando las posibilidades que tendría de éxito, a la par que intentaba no caer en la tentación de dejarle escapar y comerse él mismo la pieza de carne. La segunda opción siempre era mejor, pero si la vieja descubría que su gato no había comido, terminaría  moliéndolo a golpes.
Sin escapatoria posible, el gato con las uñas en ristre, esperaba un movimiento del pequeño Daniel para saltar en pos de una huida digna.
Daniel le mostraba la pieza de carne animándole mediante tímidos silbidos para que acudiese a comer de su mano, pero el gato se mantenía testarudo e inquebrantable en su hostil postura.
De pronto, Daniel escuchó la voz de la vieja gritándole como una loca.
-¡Maldito niño descarado! Espero que hayas terminado de dar de comer al gato. ¡Ven aquí inmediatamente!
Daniel saltó sobre el animal con tal destreza y agilidad, que logró coger desprevenido al felino sujetándolo del pescuezo. Acto seguido comenzó a introducir en la boca del gato la pieza de pollo. Ante la llegada inminente de la vieja que bajaba los escalones de dos en dos, metió más cantidad de carne en la boca del gato de la que este podía digerir, comenzando el felino a moverse agitado y nervioso incapaz de tragar tal cantidad de alimento.
-¡Traga gato asqueroso, traga…traga!, increpaba furioso Daniel con los nervios paralizándole la boca, mientras que el animal comenzaba a ponerse de color azul y pataleaba agitando su erizado rabo en un último intento de salvar la vida. Daniel, pendiente de la vieja, obvió que el gato se ahogaba, y cuando ésta se plantó a su lado gritando y elevando sobre su cabeza un grueso palo, el gato había dejado ya de moverse y colgaba muerto en la mano del muchacho.
No hubiese servido de nada excusarse, pedir perdón, argumentar que todo había sido un accidente, una casualidad mal avenida fruto del testarudo temperamento del dichoso gato. Como digo, hubiese dado igual.  La vieja contempló su gato muerto en manos de Daniel, y el odio engendrado en su cuerpo, le salía por sus ojos enrojecidos y por su boca en forma de espuma blanca. La vieja se abalanzó sobre el muchacho para golpearle con el palo pero Daniel, más rápido y mucho más astuto, le lanzó el gato a la cara y emprendió la huida corriendo veloz hacía el frondoso sendero sin pararse a mirar hacia atrás.
Mientras se agachaba y recogía del suelo a su gato muerto, la vieja no dejó de escupir insultos, a la vez que agitaba el palo amenazadoramente siguiendo con la vista cómo Daniel desaparecía corriendo en el horizonte.
-¡Cuándo te eche el guante, te arrancaré la piel a tiras!
La frase llegó a Daniel lejana mientras sus pies espolvoreaban la árida tierra del camino. Una fuente de inagotable adrenalina sacudía el interior de su cuerpo. Corría en busca de una oscuridad que caía lentamente como un manto espeso sobre el campo, y enseguida sus piernas sintieron el agotamiento fruto del esfuerzo, hasta que decidió parar de correr y seguir caminando con paso firme.
Sin darse cuenta se adentró en el espeso bosque y la noche irrumpió en su huida inesperadamente. Azuzado por el miedo de volver la vista atrás y encontrarse de nuevo con la vieja, Daniel prosiguió con su marcha sintiendo por primera vez el significado verdadero de la palabra soledad.
El camino serpenteaba bordeando una alta loma de verde follaje. Centenares de plataneras y árboles de mango se apretaban en la espesura del campo formando singulares siluetas extrañas. Escuchó el sigiloso batir de las alas de algún ave asustada. Sintió el crujir de una rama y el parloteo agudo de los monos que, indiscretos y curiosos, seguían desde las copas de los árboles su singladura en la espesa noche.
La oscuridad y la soledad le rodeaban mostrándole su poder. Atormentado por un miedo profundo, paró en seco su caminar y se agachó oteando el oscuro paisaje. Haciendo un esfuerzo mental trató de serenarse y ordenar sus ideas. La opción de regresar a casa, pasaba por sentir de nuevo la iracunda ira de la vieja, dejando experimentar en su cuerpo el sentido dolor de la venganza. La vieja solía pegarle sin motivos. La vieja podía escupir en su cara el mayor de los insultos sin ningún esfuerzo. Podía regalarle golpes y patadas sólo por el hecho de haber nacido. ¿Qué le haría esta vez tras la muerte de su asqueroso y querido gato?
Daniel comenzó a sentir el frío de la noche. Con sigilo, intentando hacerse notar lo mínimo posible, se parapetó bajo el grueso tronco de un viejo ceibo. Sus ojos dilatados intentaban percibir la realidad de las formas monstruosas que le rodeaban. Se acurrucó apoyando sus rodillas contra su pecho, intentando proteger su cuerpo de los miedos de su atropellada cabeza.
Cuando apenas contaba cinco años, sus padres, los de verdad, aceptaron entregar su custodia a la familia Hidalgo quienes, desde hacía tiempo insistieron en formar a Daniel, darle la oportunidad de estudiar y criarlo en lugar y ambiente más salubre y digno, dadas las escasas posibilidades de los padres de Daniel.
La verdad fue muy distinta. Aislado en una finca en mitad de la nada, Daniel se convirtió en el cubo de basura donde regar toda la frustración y el odio de aquella descabalada familia. Desde el primer día, los malos tratos y la discriminación salvaje enseñó al pequeño Daniel a evadirse de los golpes y aprender rápidamente cómo dejar de existir aún estando vivo. Esconderse y pasar inadvertido fueron sus asignaturas diarias, en las cuales, solía aplicarse con éxito. Pero no por ello lograba escabullirse de la ira de la señora Hidalgo. La vieja, (como solía llamarla), tenía un hijo nacido de su propio vientre llamado Alberto. De la misma edad que Daniel, Alberto era el encargado de colmar con embustes y artimañas la poca paciencia de la vieja, que terminaba por sacudir su enojo contra el pobre chico, propinándole severas palizas, un día sí y otro también.
Arropado al amparo del viejo ceibo, tras reflexionar sobre lo ocurrido, decidió que no volvería a casa de los Hidalgo nunca más. Iría a casa de sus verdaderos padres, y, ni la noche ni la oscuridad, ni tan siquiera su desconocimiento del camino o su miedo, impedirían que lograse su objetivo.
Se puso en pie después de suspirar profundamente varias veces. Se armó de valor y comenzó a caminar siguiendo el angosto sendero.
Debía llegar hasta la casa junto al río. Aquella casa, abandonada años atrás, le serviría como referencia a la hora de orientarse y elegir la ruta adecuada. La casa, le era familiar porque el señor Hidalgo solía cazar en las fincas cercanas y, en innumerables ocasiones, había acompañado al viejo por aquel paraje. Solo el río que serpenteaba a escasos metros de la casa abandonada delimitaba el terreno conocido por Daniel. Más allá, al otro lado del torrente acuífero, habría de decidir que camino tomar.
Daniel caminaba con precaución. Veía solamente un metro de terreno más allá de sus ojos debido a la oscuridad. Sin luna en el firmamento, la opacidad de la noche cegaba la comprensión del terreno que pisaba. Durante más de una hora siguió como pudo la marca del sendero intentando no perderse. Después de ascender una pronunciada loma resbaladiza, el terreno se volvió más dificultoso, apareciendo repleto de grandes rocas y bordeado de un espeso sotobosque salpicado de grandes maizales y arbustos espinosos. Con mayor precaución aminoró la marcha estudiando cada paso que daba. Por un instante, se quedó quieto intentando escudriñar un sonido leve e intenso cercano a su posición. Agudizando sus sentidos al máximo, anduvo varios pasos en aquella dirección, descubriendo de inmediato que se trataba del sonido del torrente del río. Una sonrisa de satisfacción le iluminó el rostro. El cauce del río le indicaba que no andaba perdido y que en breve encontraría la vieja casa.
A los pocos minutos pudo comprobar que su memoria no le había fallado, divisando a pocos metros la silueta negruzca de la vivienda parapetada entre dos vetustos árboles. Se trataba de una casa humilde, de recia madera de laurel y caña, que descansaba sobre cuatro grandes pilares que elevaban la estructura metro y medio del suelo.
Dos grandes ventanales sin acristalar agujereaban la fachada principal. Bajo la puerta de entrada a la casa, una escalera de grandes proporciones bajaba hasta el suelo adornada por una barandilla de oxidado hierro. Daniel pasó sobre lo que parecía un antiguo corral o almacén, pues en el suelo aún había cordajes y algún que otro saco de los que se usan para guardar el grano. Ya junto a la puerta una extraña sensación comenzó a rondarle la cabeza. El silencio era total. Por el tiempo transcurrido desde que salió de la casa de la vieja, calculó que debía de llevar un par de horas andando, lo que significaba que se encontraba justo en la media noche.
Oteó el paraje intentando adivinar el rumbo que el sendero tomaba. Una pequeña planicie donde el suelo aparecía quemado, debido posiblemente a hogueras antiguas, le despistó por completo. Estaba intentando decidir el itinerario a seguir, cuando escuchó un golpe seco y rotundo, seguido de lo que entendió como susurros de voces. Inmediatamente, con el corazón en un puño, buscó el origen de aquellos sonidos. Daba vueltas sobre sí mismo, porque justo a su lado notó una fría presencia. Sin tiempo para serenarse, esta vez un golpe seco seguido de una risa aguda, terminó por desesperar a Daniel. Paralizado por el miedo, en vez de salir corriendo, se quedó quieto como una estatua de piedra. Del interior de la casa comenzaron a surgir todo tipo de ruidos; sillas que se movían como si alguien se sentase, la voz de un niño, la risa de una mujer mezclaban con el ladrido de un perro, e, incluso, el corretear de las gallinas justo por delante de sus pies, llenaron la oscura noche de ruidos inesperados y aterradores. La casa parecía estar más habitada que nunca, pese a que en su interior, Daniel había comprobado que no había nadie. Un frío terrorífico le sacudió la espina dorsal. Le temblaban las piernas, y por un momento, solo escuchó el repiquetear de sus dientes. Sin fuerzas para gritar, apabullado por un miedo incontrolable, intentó gritar pero solo consiguió que saliese de su garganta un débil sonido angustiado;
-        ¿Hay alguien ahí? Hola...soy Daniel, de la casa de los Hidalgo...
Un minuto de silencio recibió como respuesta. Pasados los eternos segundos de sufrimiento, una luz breve e intensa parpadeó detrás de una de las ventanas de la casa.
Siguiendo un extraño impulso, se situó debajo del ventanal y volvió a repetir la misma pregunta.
Sin respuesta alguna reculó despacio alejándose del lugar. Cuando diez metros le separaban del ventanal, una imagen espectral pasó fugazmente de una ventana a otra de la casa. No tubo tiempo de apreciar la extraña figura que le pareció ver. Hasta que de nuevo, esta vez parándose en una de las ventanas, la extraña figura se quedó un instante mirando hacia fuera y fijando sus ojos en Daniel.
Era un ser intemporal de largo cabello plateado, cuyas facciones cadavéricas estaban surcadas de enormes cicatrices sanguinolentas. Sus ojos eran dos huecos profundos e inanimados que desprendían un centelleante brillo anaranjado. No tenia cejas y carecía de pestañas. Su boca babeante, rezumaba una pasta negra y espesa que resbalaba por entre los huecos deformes de una roja y afilada dentadura. No tenía orejas, y el resto de su cuerpo, desaparecía bajo un manto blanco y transparente.
Su mirada penetró en el alma de Daniel. Acalló su fantasía y su inocencia en un segundo, sintiendo el muchacho como su cuerpo se desvanecía bajo el influjo de un extraño encantamiento. Daniel dejó de sentir. Flotaba arrastrado por una fuerza misteriosa que le conducía hacia el ser, que desde la ventana, dominaba su espíritu y su voluntad.
Cuando estaba a un paso de aquel espíritu maligno y sedicioso, una centella de voluntad inesperada, logró que su cuerpo obedeciera sus órdenes tomando el control de nuevo de su cuerpo. Pudo abrir los ojos. Miro en todas direcciones sin percibir más que la oscuridad de la noche. Cuando vislumbró de nuevo el ventanal, el fantasmal ser del averno le dedicó una trémula y maliciosa sonrisa para, acto seguido, desaparecer de la ventana.
Entonces la casa volvió a tomar vida, las luces se encendían y se apagaban continuamente emergiendo del interior de la vivienda voces de ultratumba y mortíferos lamentos. Ladridos de perros feroces, gritos de dolor y sufrimiento, el agónico llanto de un niño, el incesante movimiento de muebles y enseres de cocina que golpeaban y caían al suelo con gran estrépito llenaron la casa y el entorno de la villa de una siniestra sinfonía oscura y diabólica.
Daniel comenzó a llorar como lo que era, un niño de diez años atormentado por un miedo incontrolable, y sacando fuerzas de su interior, corrió desesperado sin mirar hacia atrás.
Tan rápido corría que a punto estuvo de caer por un barranco. Se encontró sin escapatoria posible. Ya no veía la casa, pero sentía la presencia fantasmal del ser diabólico justo a su espalda. Subió por la ladera bordeando el barranco hasta alcanzar un puente. El viejo siempre le había dicho que aquel puente no podía cruzarse. Era muy antiguo y peligroso. La soga y la caña cederían, y todo el que cruzase por el viejo puente, acabaría en el torrente del río. Daniel miró hacia atrás volviendo a sentir cercana la presencia terrorífica del morador de la casa. Sin pensarlo se asió con fuerza a la soga del puente y emprendió la marcha. Cuando llevaba medio puente recorrido, la raída caña comenzó a desprenderse justo a su espalda y el puente empezó a desvanecerse. De un par de saltos consiguió sujetarse a unos arbustos, ya en el otro lado del barranco, justo antes de que bajo sus pies el puente fuese arrastrado por la fuerte corriente del río. Logró ponerse en pie y, sin parar ni un segundo, corrió tan rápido como su corazón y sus piernas le permitían.
Atravesó en medio de la oscuridad varios kilómetros de campo abierto como si fuese una liebre. Después el terreno cambió y sintió el roce despiadado de algunas zarzas y maleza salvaje que marcaron sus brazos desnudos con heridas molestas. Bien pudo pasar más de una hora, ó quizás algo más, desde que cruzó el puente huyendo de aquella casa maldita. Tan solo cuando sus piernas fallaron y estuvo a punto de rodar por el empedrado suelo, decidió parar y recuperar el aliento.
Sudaba copiosamente y un escozor incómodo martilleaba las heridas de sus brazos. Después de la pausa, cuando se encontró más tranquilo, una pregunta sobrevoló su mente martilleando su cabeza.
¿Había sucedido aquello realmente? O por el contrario ¿Había sido una ilusión paranoica de su cabeza producto de su miedo?
Solo tardó unos segundos en contestarse a sí mismo tales cuestiones. Su experiencia no había sido el reflejo de su mente confusa. Los hechos acontecidos eran por sí solos tan contundentes y físicos que no dejaban lugar a dudas de su realidad. Había estado frente a frente con algo oscuro ilógico y palpable, tan real como el sentimiento terrorífico y atroz haberse encarado con la misma muerte.
Daniel reanudó la marcha algo más relajado, aunque sin dejar de mirar hacia atrás en todo momento. Ahora sí, realmente consciente de lo ocurrido, mientras la oscuridad disipaba su figura en el camino, una nueva y más difícil pregunta le asaltó de pronto. Si contaba lo sucedido, ¿Serían capaces de creerle?
Mientras divagaba, descendió varios metros un tramo de loma empinada que serpenteaba entre varios árboles. Un giro a la izquierda, seguido de un salto para eludir un pequeño riachuelo, colocó a Daniel al borde de un muro de rocas desde donde pudo ver el humo que desprendían las hogueras de las casas de San Isidro. Había llegado al valle de la mitad del mundo, y ahora sí, sentía que estaba realmente a salvo.
Extenuado por el esfuerzo, más que andar, arrastraba sus doloridos pies dejando que su cuerpo se balancease de un lado a otro, tan solo guiado por la inercia del terreno inclinado. Varias casas de madera salpicaban el valle. El pueblo de San Isidro dormía plácidamente arropado por un suave silencio, roto ocasionalmente por el forzado y anacrónico canto de un gallo despistado.
Sin dilación condujo sus pasos hasta una pequeña vivienda donde, a pesar de la tardía hora, una luz cercenaba la noche irradiando calor y violentando a centenares de mosquitos que pululaban alrededor del foco. Daniel llegó bordeando la casa nervioso y preocupado, sin saber que diría a sus padres, ni como estos tomarían su decisión de haber escapado de la casa de los Hidalgo. Aunque en aquel instante, sólo deseaba descansar y sentir algo de calor.
La casa se elevaba sobre el suelo dejando un espacio para cobijo de las gallinas. Como un furtivo, asustado y desvalido, se ocultó debajo de la casa tratando de no asustar a las emplumadas aves. Sentado en el suelo, resurgió un nuevo temor en él. Un temor de otra índole, con diferente aspecto, menos dramático pero no por ello de menor dureza. Le quemaba en la cabeza la posibilidad de haber tomado una decisión errónea. Los habitantes de aquella casa eran sus padres, sí, pero los años transcurridos podían haber minado sus sentimientos hacia él.
El roce hace el cariño. Y el tiempo hacía mucho que le había negado con ellos el roce.
Sentado bajo la vivienda, el cansancio unido a su cobardía para entrar en la casa, hizo que se quedase dormido junto a las gallinas.
Con los primeros claros del alba, Daniel padre salió al porche y, tras sentarse en una vieja silla de mimbre, castañeó los dientes llamando a las gallinas para darles de comer. Tenía en la mano una taza de negro café, mientras con la otra regaba el suelo de maíz que inmediatamente era engullido por una decena de coloradas gallinas. Distraído del mundo, Daniel padre sintió que algo le agarraba una pierna. De un brinco saltó de la silla arrojando al suelo la taza que tenía en la mano y emitió un histriónico grito de pánico. Antes de entrar en la casa, miró en dirección a la silla de mimbre acertando a ver una cabeza que sobresalía por debajo de la casa. María, su mujer, corrió a su lado buscando en la mirada de su marido una explicación a tanto escándalo.
-¡Hay alguien ahí fuera, debajo de la casa!...mi escopeta ¡Trae la escopeta! – gritaba Daniel padre, intentando disimular delante de su esposa el miedo que sentía.
Sin más explicaciones, Daniel padre salió de la casa y de un salto se plantó delante de la silla de mimbre. - ¡Sal de ahí! ¡Chucha tu madre! ¡Sal ahora mismo... o te agarro a baliza y puñete! – le temblaba la voz, aunque en aquella situación nadie hubiese dudado que de no salir el intruso, hubiese abierto fuego sin pensarlo dos veces. Tras sacar la cabeza de debajo de la casa, el muchacho levantó las manos pidiendo clemencia. Al instante Daniel padre bajó el arma y su cuerpo se erizó al contemplar la cara de su hijo.
María estuvo a punto de caer rodando por las escaleras del porche. No solo fue la sorpresa del encuentro, sino el estado en el que Daniel hijo se encontraba.
-Pero, hijo mío, ¿Qué te ha pasado? – más que preguntar, María exclamó un lamento llevándose las manos a la cabeza.
-¿Qué te han hecho hijo mío?, ¿Qué haces aquí? – Preguntó su padre, soltando la escopeta en el suelo, y estrechando su cuerpo al de su hijo en un fuerte abrazo, que rápidamente secundó María.
Después de consolar las lágrimas de su hijo, entraron los tres en la casa abrazados y con ganas de disfrutar del momento de alegría y reencuentro.
Aquel día Daniel encontró de nuevo a su verdadera familia. Terminó su aventura y su periplo recobrando el amor de sus padres y el calor de su hogar. Tras relatarles lo ocurrido, sus padres denunciaron los hechos ante las autoridades, a sabiendas de las posibilidades que existían de que los Hidalgo reclamasen al muchacho. Además, descubrieron enormes heridas en el cuerpo de Daniel, marcas de latigazos y grandes morados en piernas y brazos causados por las palizas que la vieja le había propinado.
Sus padres juraron que jamás volverían a separarse de él. La decisión de entregar a su hijo a la familia Hidalgo, sin duda alguna fue la decisión más difícil de sus vidas, solo aceptaron conscientes de que así daban una oportunidad de futuro a su hijo.
Se sentían engañados y dolidos, pero decidieron dejar en manos de la justicia lo acontecido, y aprovechar el tiempo presente en recuperar el cariño de Daniel.
En cuanto a la experiencia vivida en la casa del río, Daniel padre miró a su primogénito e hizo ademán de contestar, pero no lo hizo.
Tan solo frunció el entrecejo, carraspeo varias veces, acarició la cabeza de Daniel y, cuando parecía que daría una explicación a su hijo, se levantó y entró en la casa sin pronunciar palabra alguna.


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